Día 18: Mi vida va pasando sin ninguna emoción. Vivo, aunque no me quedan motivos para vivir. Simplemente sigo, sin esperar nada y sin pedir nada.
- Nada. – dijo Nathan, sin ninguna expresión.
Movió los bigotes, casí podía percibir la tensión en el ambiente.
- ¿Nada? ¿Ninguno?
- Ninguno.
El Comisario Harrison se rascó la cabeza, apoyado contra la pared. Nathan estaba de pié frente a un falso espejo. Tenía la misma expresión de muerto triste que los últimos veinte días. Estoico, inmutable, roto por dentro pero aparentemente íntegro por fuera.
Del otro lado del cristal, cinco ratas esperaban, exhibiendo cinco caras de desagrado y cinco tarjetas numeradas. Todos ellos eran tipos horribles, de contenedor y cartón de vino, de mirada grotesca y navajazo por diez dólares, sucios, sucios como si hubieran pasado los últimos tres días viviendo dentro de una chimenea.
Pero ninguno de ellos era la rata que buscaban y a Nathan cada segundo que pasaba en ese lugar le dolía como una puñalada.
Consiguió escapar tras pelear un poco - Intelectualmente hablando, ellos llevaban porras – y abandonó el edificio por su puerta principal. Montó en el coche de Sarah, que esteba aparcado enfrente. La loba arrancó sin decir nada.
Aquel silencio era distinto del de la comisaría, era un silencio agradable que le acogía y le permitía no ser zarandeado por las exigencias del resto del mundo. Nathan se apoyó contra la parte interior de la puerta, mirando por la ventanilla distraído.
- ¿No vas a preguntarme qué tal fue? – Murmuró el lobo, al cabo de unos minutos.
- Sé que no fue bien… lo traías escrito en los ojos.
Se recostó en su asiento con un suspiro.
Minutos de silencio.
- Necesito que hagas algo por mí…
- Claro. ¿De qué se trata?
El coche viró hacia la derecha, internándose en una de las callejuelas que desembocaban en la avenida.
- Necesito que alguien recoja el coche de Fer del taller y lo aparque frente a casa. ¿Crees que podrías… ?
- Sin problema, pero tú también podrías hacer algo por mí a cambio de eso.
Nathan levantó las orejas, algo sorprendido, mientras Sarah le dedicaba una tierna sonrisa.
- Podrías pasarte por el Nightlights esta noche para cambiar un poco de aires y despejarte.
Volvió a bajarlas de nuevo, agotado.
- No necesito el coche. No sé conducir.
Sarah dejó escapar un bufido de fastidio. En sus labios se formó una sonrisa amarga mientras conducía. ¿De verdad iba a dejar el coche de Fer en el taller con tal de no salir de casa? Cada día que pasaba se mostraba más cabezota y menos propenso a recibir ayuda.
Más minutos de silencio.
El coche giró bruscamente a la derecha una vez más. Nathan se sintió golpeado por la fuerza del vehículo, con la frente sobre el cristal de la ventanilla.
Allá afuera, entre los edificios, unos nubarrones grises se cernían sobre sus cabezas, traídos por un viento frío como la muerte que se le calaba en los huesos, haciéndole sentir frágil. El tiempo atmosférico, la policía de la ciudad, el gremio de mecánicos y los cientos de personas que no le conocían y a los que no le importaba en lo más mínimo la vida de Nathan conspiraban contra él, agrediendo su maltrecho bienestar.
Se bajó del coche con una escueta despedida, un beso en la mejilla que sintió que se quedaba ahí marcado hasta que entró en el ascensor.
Pulsó el botón de su planta y apoyó la espalda contra la pared. ¿Cuánto tiempo hacía que no tocaba a nadie?
No se refería a algo carnal, obviamente, extrañaba los abrazos, los apretones de manos, que le palmearan la espalda. Esos abrazos que da un amigo, cuando sabe que tardará mucho tiempo en volverte a ver.
Entró en casa, estaba fría, oscura y silenciosa. Se encogió de hombros, sintiendo que aquel lugar le asustaba, y cruzó a grandes zancadas el recibidor hasta llegar al salón. Encendió todas y cada una de las luces, volvió para cerrar la puerta principal y regresó al salón.
Primero fueron unas primeras gotas golpeteando contra los cristales y luego una grandísima tromba que oscureció el cielo. Nathan aprovechó para quitar rápidamente la ropa que Sarah había dejado tendida el día anterior y poner una colada con su ropa sucia.
Comenzó a separar entre dos barreños de ropa sucia cual era blanca y cual no. El ruido de fondo le relajaba. Llovía y tronaba furiosamente, como si el cielo quisiera descargar toda su rabia.
El había experimentado eso días antes, había llorado lleno de rabia, dispuesto a exorcizar toda la tristeza de su interior, gritando y llorando, pateando y dando puñetazos a las almohadas, hasta quedarse sin fuerzas, sollozando en el suelo del salón, derrotado.
Pero nada de eso había servido de nada. Se sintió mejor por lo menos quince minutos, pero luego se sintió agotado y se le quedó la voz ronca. El mero hecho de haberse hecho daño en la garganta le hizo sentirse estúpido y deprimido por bastante más de treinta minutos. Las cuentas no le salían, ser infeliz no era rentable.
Continuó separando las prendas hasta que sus ojos cansados repararon en algo extraño, una forma oscura se escondía entre las prendas blancas – Algunas más blancas que otras - .
Trató de atraparlo. ¿Quién había sido tan malvado, descuidado o despistado como para poner una prenda oscura en un cesto de ropa blanca?
Fer.
No era algo extraño que fer fuera despistado, descuidado y a veces un poco malvado – en el buen sentido – Andaba por casa dejando su ropa tirada de cualquier manera, sin levantar la tapa del váter, tomando algo de la nevera sin volver a guardarlo y asaltando a su pareja para amarle en cualquier lugar de la casa.
Pero a Nathan, si bien le llegaba a molestar aquello, exceptuando el último punto, no le enfadaba demasiado. Andaba por la casa olfateando el aire en busca de la camisa a rayas que llevaba su pareja minutos antes y que había caído entre la cama y la pared. Bajaba la tapa del inodoro, cerraba el pan de molde tras de él y cuando éste se daba súbitamente la vuelta, se dejaba amar sin reparos sobre la mesa de la cocina, con todo y frutero incluido.
Desdobló aquel gurruño de tela sintética para que aquellos bóxers recuperaran su forma.
Sonrió, recordando sobre aquella prenda.
Era uno de los bóxers que Fer llevaba o traía puestos cuando pasaba por el gimnasio. Los tomó por las puntas y los colocó sobre sus caderas, extrapolando el tamaño de ambos.
Fer solía ir al gimnasio tres o cuatro veces por semana, se marchaba siendo un gato afelpado y mimoso y volvía siendo un león. Irrumpía en casa derrochando confianza en sí mismo. Avanzaba como si todo fuese suyo, oliendo a testosterona y a esfuerzo, todo su pelaje brillaba deslumbrante, independientemente de si había pasado o no por la ducha.
La mayoría de las veces salía a recibirlo Nathan. Él de un empujón lo tendía sobre el sofá, sobre la alfombra, la mesa o contra la pared y sin mediar palabra se lanzaba sobre él como un depredador, inmovilizándole con las garras, presa de sus instintos.
Apoyó su espalda contra la pared y hundió su hocico en aquella prenda, inhalando su olor.
No era amor, no eran un lobo mimoso y un gato mimoso dándose mimos en una cama de matrimonio – que también había de eso en la relación, mucho – No había “¿qué tal?” ni “¿Cómo estás?” ni “¿Continúo?” No se detenían, entre jadeos, para mirarse a los ojos y sonreírse.
Aquello era Sexo. Era un león que le duplicaba en tamaño y le cuadriplicaba en fuerza tomando aquello que le pertenecía por derecho. Nunca se había negado a ello, pero tenía la total certeza de que de intentar resistirse, no hubiera podido.
Era algo cálido y seco, tenía más que ver con rugidos, con arañazos en los muslos, con colmillos en el cuello que con amor.
Después, ambos quedaban tendidos sobre la alfombra, húmedos y jadeando. Su pareja se quedaba en algún punto a medio camino entre león depredador y gatito mimoso. Luego se mantenía en ese estado hasta el día siguiente, cuando el proceso se repetía.
Apretó los ojos, sintiéndose muchas cosas.
Se sentía asqueroso, despreciable, enfermo. Aquel no era el momento para recordar esas cosas. Metió todo apresuradamente en la lavadora, la puso en marcha y se largó apresuradamente.
¿Qué pensaría Fer si supiera que el hipócrita de su ex novio se había olvidado de todas las noches que le veló cuando estaba enfermo? ¿De todos los regalos y los detalles para las fechas señaladas, de todos los enfados que tuvo que soportar, porque en el fondo era un niñato que siempre quería tener razón? ¿Qué cara pondría al enterarse de que le añoraba por el sexo en el sofá?
Se dejó caer en una de las butacas del salón. Se cubrió la cara con las manos. La ansiedad de vivir dentro de aquel pelaje se le cerraba entorno a la garganta, todavía algo ronca, y hacía que se atragantase con sus lágrimas.
Aquel desprecio le quemaba en el pecho. Deseó poder estar con alguien, un amigo, un compañero de trabajo0, un familiar al que poder explicarle cómo se sentía. Pero no era posible. De su familia no sabía nada, su padre le echó de casa al descubrirlo en la cama con otro hombre.
Años más tarde conoció a Fer, descubrió que quería compartir el resto de su vida con él, que le quería para él solo y por encima de su propia integridad física. El león nunca quiso decepcionar a sus padres, por lo que comenzaron una relación a espaldas del mundo, hasta el día de hoy.
Sentía la necesidad de buscar en la guía telefónica la dirección de los padres de él. De presentarse allí y abrazarla a ella, abrazarla con fuerza y pedirle perdón. Perdón porque les había quitado a su hijo y lo había acaparado porque lo amaba con toda el alma. Perdón por no haber hecho a su hijo suficientemente feliz. Por no haber podido convivir los cuatro, porque él era un hombre. Perdón por no darle un empujón a tiempo e interponerse entre su vida y la bala.
Tragó saliva. No podía hacer eso. No podía presentarse allí y decir que era el novio homosexual de su hijo muerto.
Levantó la mirada sin fuerzas. Seguía lloviendo con rabia. Millones de gotitas caían sobre su cristal, proyectando en su redonda superficie decenas de miles de trocitos de las luces de la calle.
Él también quería ser lluvia. Salir por la ventana y dividirse en diez millones de partes para caer sobre el pavimento, sobre los parabrisas de los coches. Quería ser lluvia para estrellarse diez millones de veces contra el asfalto y reunirse con el resto de gotas, sin ser nada concreto.
Desplazó su mirada por la sala, las luces estaban apagadas, pero la luz tenue de afuera le permitía distinguir las formas de los muebles.
¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo había pasado? Recordó la propuesta de Sarah y se sintió dolido.
¿Cómo iba a ir a un pub, cuando de los dos, él era el que debería haberse muerto?
Continuó mirando alrededor. Entre todas las cosas de la habitación, una de ellas brilló con una luz ambarina junto a él, a poco más de medio metro. El armario de las bebidas estaba entreabierto, en su interior, una botella le devolvía la mirada.
La sacó de su confinamiento de armario pequeño y la contempló en alto. El whisky escocés parecía brillar con luz propia.
Él no sabía beber, cerveza tal vez, pero Fer solía tomar uno o dos vasos de ese whisky, sobre todo cuando él no miraba.
Retiró el tapón de latón y lo olfateó, había percibido ese olor antes en los labios de su pareja.
En otro tiempo le hubiera hecho lavarse los dientes, ahora lo buscaba.
Le dio un largo trago, sintiendo como el líquido bajaba por su garganta quemándole todo a su paso. Se incorporó, tosiendo, mientras dos lágrimas le caían por las mejillas. Dejó escapar un largo suspiro, sintiéndose golpeado por la bebida. Reparó en la lluvia y las luces de la calle.
Dió otro largo trago.
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