7 oct 2014

Luces de la calle I

Sexto día, Fer se me ha muerto: 


Sarah tomó aliento y giró el picaporte. Entró en la casa y caminó hasta el salón de la misma.

Tragó saliva. Nathan seguía ahí, estaba sentado en uno de los sofás junto a los grandes ventanales, contemplando las luces de la calle.

Tenía una manta sobre las piernas, vestía una camisa en un tono azul frío. El pelaje del lobo, que rondaba los treinta años, lucía un tono gris sin brillo. Sus orejas estaban erguidas de forma neutral. Su cola descansaba a un lado.

“Al menos parece tranquilo” Pensó Sarah para sí misma.

La loba se sentó ocupando otro de los sillones. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre sus rodillas y preguntó, con la delicadeza con la que sólo una íntima amiga puede preguntar.

- ¿Cómo estás?

La luz de una tarde nubosa incidía sobre el lado derecho del lobo, otorgándole un brillo pálido. Sus ojos estaban vacíos, tan inexpresivos y privados de alegría que Sarah al verlos sintió miedo.

Aunque lo que quería sentir era lástima.

Nathan abrió el hocico lentamente.

- Vivo.

- ¿Y cómo te sientes?

Arrugó levemente la nariz, no se esperaba esa pregunta.

- No… no lo sé.

Sarah le tomó la mano con ternura.

- ¿Y sabes qué día es hoy?

- ¿M… Martes? ¿Miércoles? ¿Cuántos días han pasado?

La loba le dedicó una sonrisa amable.

- Han pasado seis días. ¿Tomaste la medicación?

Nathan se pasó las manos por la cara para despejarse.

- No… me hacían sentir espeso… - fijó su mirada de nuevo en la ventana, en los transeúntes – es sábado. ¿No trabajas?

- Más tarde, quería venir a verte, para ver cómo estás.

- Bueno… pues estoy bien.

“Y una mierda” Tuvo que morderse el labio inferior para no decirlo.

- ¿Quieres tomar algo? ¿Un café?

- De acuerdo. ¿Quieres que te ayude en algo?

- No es necesario.

Nathan se levantó, dejando la manta doblada sobre el brazo del sofá y se marchó hacia la cocina. Pasados unos veinte minutos, volvió cargando una bandeja para el café, que depositó en la mesilla de cristal que tenían en frente.

Una cafetera, leche, pastas dulces, un recipiente para el azúcar, y tres tazas.

Sarah se sirvió una taza de café y se recostó en el sofá, dejando paso al lobo. Este alargó la mano para tomar su taza. Se mordió el labio inferior al ver las dos tazas. Una para Sarah, otra para él y otra para…
Para Fer.

Por fuerza de la costumbre había sacado una taza también para él, pero ahora ya no estaba, había muerto y por consiguiente, jamás volvería.

Tragó saliva y apretó los dientes, haciendo un importante esfuerzo por no llorar. No quería preocupar a Sarah, aunque ésta podía leerle como a un libro abierto.

Tomó una taza y se sirvió un café solo.

- Entonces… ¿El lunes vendrás conmigo a… eso?

- Sí, por supuesto, pasaré a recogerte a primera hora de la mañana.

- Gracias… eres una buena amiga.

Sarah le dio otro sorbo a su café, tratando de estructurar lo que quería decir.

- ¿Quieres hablar sobre eso?

Nathan dejó su taza vacía sobre la mesilla de cristal y le dedicó una tímida sonrisa a su visita.

- No… gracias.

Ambos guardaron silencio por un momento. Sarah bajó su mirada hacia su café.

- Estoy solo, eso sí. Pero por lo demás estoy bien… Hay que seguir viviendo, hay otros peces en el mar, la vida sigue, esas cosas.

La loba se encogió de hombros, sin saber qué decir.

Continuaron la conversación sobre nada en concreto durante al menos media hora, hasta que Sarah tuvo que marcharse.

Reunido de nuevo con su soledad, tomó la bandeja del café y fregó las tazas, las tres.

Sacó los ingredientes y puso a calentar agua en una olla para hacer la cena. Luego guardó la mitad de los ingredientes y quitó la olla del fuego, la vació, tomó otra más pequeña y la puso de nuevo a calentar.

Preparó la cena y se sentó frente a la mesa de la cocina. Descubrió entonces que nunca había tenido hambre, tomó la mitad de su cena y tiró el resto a la basura.

Estaba cansado de todo, no tenía ganas de hacer nada. Se quitó la ropa y se metió en la enorme cama de matrimonio, a pesar de que todavía no eran siquiera las ocho de la noche.

Se acurrucó en la cama y apretó los ojos, sintiendo como las sábanas lo envolvían. Estaba cansado de fingir normalidad, de fingir que todo iba bien.

No, las cosas no iban bien, todo estaba mal. Habían matado a Fer, a su querido león, se lo habían arrebatado todo.

Se giró hacia la mitad vacía de aquella cama y abrazó con fuerza la almohada. Dejó que las lágrimas brotaran finalmente. Lloró, lloró lleno de angustia, lleno de rabia. Un llanto amargo, largo y sonoro. Hundió su cabeza contra la almohada y gritó hasta quedarse ronco, hasta quedarse sin fuerzas.


* * *


Se encontraba de pié en su casa, era de día, la luz entraba clara y diáfana por los grandes ventanales.

Una voz familiar le llamó desde la puerta. Sintió como le daba un vuelco el corazón.

Algo más de dos metros, pelaje blanco, una larga cola afelpada, torso fuerte y una cálida y acogedora sonrisa.

Fer vestía una chaqueta negra y una camisa blanca a juego con su pelaje. Traía una bolsa de plástico con varias cosas que acababa de comprar.

Nathan saltó a sus brazos, con los ojos llenos de lágrimas, el peso del lobo le desequilibró y le hizo caer hacia atrás sobre el suelo enmoquetado. Rompió a llorar sobre su pecho, presa de la mezcla de emociones que se agolpaban por salir en su garganta.


- Cariño… no me abraces tan fuerte... me…

- Ha sido horrible, te he echado tanto de menos…

El imponente león le dedicó una mirada amorosa y le rodeó entre sus brazos. Nathan apoyó la cabeza sobre su pecho, sintiendo esas enormes manos que descansaban sobre su espalda.

- Me he sentido tan solo…

- Shh… No te preocupes, ya ha pasado todo, estás aquí conmigo.

Suspiró, sintiendo su calor y el dulce olor de su pelaje. Le había echado tanto en falta, pero ahora había vuelto.

Cerró los ojos y respiró, aliviado, por una vez en seis días, se sentía querido, ya no se sentía solo. Por primera vez en seis días sintió aquel calor que tanto había añorado.

Se sintió de nuevo en casa.

La fría luz de la mañana del día siguiente lo despertó de repente, arrancándole lo único que le quedaba de Fer, aquel fortuito mundo onírico en el que no había ocurrido nada.

Se quedó boca arriba, inmóvil, el techo de su habitación acogió su mirada vacía mientras el reloj de la mesilla de noche marcaba las nueve y media del séptimo día.

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