7 oct 2014

Luces de la calle IV

Cuatro estampidos resonaron con fuerza entre sus sueños. Cuatro, los tres primeros muy deprisa y luego un cuarto.

Se incorporó de pronto, peleando con las sábanas, respiración agitada, pupilas contraídas en la oscuridad, sudor frío recorriéndole la frente. Se quedó inmóvil por un instante, con los codos sobre las rodillas, tratando de contener su respiración.

Se dejó caer hacia atrás pesadamente. A su alrededor no veía absolutamente nada. Vagos contornos oscuros, mientras sus ojos trataban de acostumbrarse a la penumbra de la noche.

Cayó de nuevo sobre el colchón, de lado. Se acurrucó con un suspiro. Aquella noche tampoco había vuelto a soñar con él, eso le hacía sentir bastante triste. Deseaba almenos poder saber cuándo volvería a verle, aunque fuera en esos sueños caprichosos.

Cerró los ojos, tratando de volver a dormirse. Quien sabe, tal vez si se dormía todavía podía soñar con Fer. Todavía podía estar con él, abrazarle y decirle cuanto le echaba de menos.

Un crujido misterioso le hizo estremecerse, de repente, toda la zona de la habitación que había a su espalda dejó de antojársele segura. Un segundo crujido de maderas rozando en la noche. Un escalofrío recorrió su espalda, al tiempo que se daba la vuelta, inquieto.

Miró a su alrededor. La negrura ya no era tan negra, y la penumbra ahora dejaba entrever las siluetas de los elementos de la habitación. La mortecina luz que brindaba la ventana bañaba la estancia con un color indefinido, proyectando un centenar de sombras sobre las paredes y sobre el mobiliario.

Se encogió de hombros, intranquilo. Apretó los ojos. Estaba en la misma habitación en la que había pasado sus últimos siete años. La misma, todo seguía en su sitio, incluso las camisas sucias de Fer – Esas que acostumbraba a colgar en el respaldo de la silla, cosa que cabreaba profundamente a Nathan-.
Pero ahora era distinta, era oscura y siniestra. Las sombras de las corbatas colgadas en el perchero eran dedos estirados hacia él. El crujido de los viejos muebles eran los pasos de alguna criatura maligna que trataba de comérselo.

No, una criatura maligna no. En la mente de Nathan, era una rata con un chaleco mugriento y una pistola.

Trató de relajarse. No había nadie en su habitación, a pesar de que se sintiese observado. Los muebles crujían al contraerse por el cambio de temperatura, y el suave arrullo de fondo no era más que los coches recorriendo a toda velocidad la avenida.

De repente, todos los demás sonidos palidecieron, para dejar paso a una risa, alejada, tenue, totalmente aterradora. Su corazón se detuvo por un instante, antes de que su mente le recordara que vivía en un bloque de apartamentos, que alguien en el piso de arriba podía estar viendo cualquier programa de comedia.

Se acurrucó, abrazándose a sí mismo, dejando que las sábanas cubrieran parte de su rostro. Apretó los ojos, sintiendo como su respiración se aceleraba. Notaba una presencia a su espalda. No había pasos, no había ningún olor extraño, pero la presencia seguía allí.

Se encogió de hombros, obligándose a sí mismo a no mirar, tenía que ser valiente y afrontar esos miedos infantiles. Afrontarlos, porque ya tenía veintisiete años y era mayorcito para andar asustado por la oscuridad.

Salió de su escondite de sábanas y se abalanzó sobre el borde de la cama que le quedaba más cerca. Alargó la mano, palpando desesperadamente el interruptor de la luz, como si su vida dependiera de ello.

Una luz blanca, cegadora, intensísima, le golpeó, como castigo por su cobardía. Se quedó tirado de costado, cubriéndose la cara como pudo, con las sábanas. Se sentía profundamente avergonzado.

Sintió como una creciente necesidad de llorar se agolpaba en el fondo de su garganta. ¿Cómo había caído tan bajo?. No había tenido miedo a la oscuridad desde que era apenas un cachorro, y ahora…
Agradecía profundamente que no hubiera nadie allí para mirarle.

Permaneció un buen rato inmóvil, regañándose a sí mismo, por ser cobarde, por comportarse como un niño, por no soñar con Fer, por haber caído tan bajo. No sabía explicar porqué, pero esa habitación, que siempre había significado comodidad, calor, ternura, ahora le daba miedo.

Se levantó pesadamente, cogió la sábana por una de sus esquinas y se puso en pié. Orejas caídas, mirada vacía, la misma expresión de cadáver de siempre. Caminó arrastrándo su sábana hasta cruzar la puerta. La cerró tras él, sellando el dormitorio, y caminó hasta el centro del salón.

Miró a su alrededor, como si estuviera entre las calles de una ciudad extranjera, hasta encontrar el sofá que estaba buscando. Se dejó caer en él, con un leve quejido. Se envolvió con las sábanas, realmente no hacía tanto frío, pero le hacían sentirse protegido.

Se envolvió con ellas y se quedó mirando el resto del salón. El brazo del sofá, que hacía ahora de almohada, era lo suficiente cómodo como para que pudiera dormir sobre él.
Solo había dormido en aquel sofá una vez antes que esta.

Se había peleado con Fer, no sabía por qué, pero recuerda que en ese momento le parecía algo muy serio. Tomó una manta y se acostó en el sofá, jurándose a sí mismo que no le hablaría a ese león cabezota hasta que él se disculpase primero.

Al despertar a la mañana siguiente, Fer estaba junto a él. No podía dormir sin su lobo, de modo que había tomado la almohada de la cama y se había acostado directamente sobre la alfombra del salón, a los pies del sofá donde estaba durmiendo Nathan.

Recuerda que al verlo dormido allí se le quitaron las ganas de no hablarle, las ganas de pelear, y que el motivo por el que lo hicieron en un primer momento no le pareció algo tan serio.

Entreabrió los ojos, el sofá en el que estaba se encontraba junto a los enormes ventanales del salón. Desde donde estaba podía ver la calle. Los coches pasaban de vez en cuando, precedidos la luz amarillenta de los faros que reflejaban en los cristales pulidos de la oficina de enfrente. La luz proyectaba unos reflejos espectrales que cruzaban el techo del salón.

Estaba lo suficientemente cansado como para no querer reflexionar sobre el aspecto que tenía el salón ahora. A pesar de que se había ido a la cama bastante pronto. Aquel lugar era distinto, no sabía porqué, pero su salón, con los reflejos de las luces de la calle, no daba tanto miedo.



Día 11: Últimamente me he dado cuenta de que no puedo dormir en mi antigua habitación con fer. Me avergüenza admitirlo, pero es cierto. No se por qué, pero me aterra. No puedo seguir durmiendo en esa cama.

Cerró su diario y lo dejó junto al escritorio. Apuró su café de un largo trago. Hizo una mueca de asco, nunca le había gustado el café solo, pero Fer solía prepararlo para lo dos. Ahora lo tomaba porque necesitaba despertarse y, quien sabe, tal vez el amargo del café frío y el amargo de su soledad se encontraban en algún punto de su intestino y se hacían compañía.
Recogió todos los papeles que había preparado aquella mañana. Los puso en la cartera que usaba para guardar las cosas del trabajo, se ajustó el nudo de la corbata, tomó aire y salió de casa.
La mañana era fría, de las que le gustaban. Eso le hizo sonreír un poco, aunque la calle había dejado de gustarle.

Ahora le parecía amenazadora. No la calle por la que caminaba ahora, que estaba vacía de coches y de viandantes, a pesar de que él se sintiera observado, sino todas las calles.
Prefería mucho más estar en casa, acariciar las camisas de Fer, preparar café, invitar a su tristeza a un café, al decirle que no, beberse toda la cafetera él y luego tener dolor de tripa, además del dolor que tenía de propio en el pecho.

El camino que había recorrido tantas mañanas se le hizo casi igual de monótono. Mañana tras mañana tomaba siempre la misma ruta, absorto en sus pensamientos, hasta llegar a aquel edificio antiguo por fuera y reformado por dentro.

No tenía ningunas ganas de entrar, pero en cuanto había caído en la cuenta habían pasado ya diez dias y debía dar explicaciones.

La recepcionista le conoció al instante. Al verle entrar por la puerta, dejó lo que estaba haciendo y tomó el teléfono que tenía sobre la mesa.

- Señor Smith, Garrison le ha estado buscando.

La joven chica contactó al director y le dijo que Nathan había llegado, el lobo no llegó a escuchar la respuesta del auricular, pero entendió el gesto de ella.

Tomó el ascensor hasta la tercera planta. Durante los últimos años había trabajado como editor y corrector en aquella pequeña empresa editorial, dirigiendo un pequeño grupo a su cargo. Era lo más parecido a ser escritor que había llegado a ser, trabajar viendo como los demás conseguian su sueño en su lugar. Fantástico.

Markus Garrison le esperó directamente a la salida del ascensor. Era un buen tipo, un tigre alto y fibrado, de aspecto bastante intimidante, pero con un interior afelpado como un peluche – Justo igual que Fer - .

Vestía unos pantalones de tela marrón y un chaleco de lana a juego con el que parecía tener algo de tripa.

Pensaba que le arrancaría la cara de un zarpazo, o que se lanzaría sobre él para devorarlo, en su mente se encogió en el sitio al verlo.

Pero él le recibió con una mirada amable.

- Nathan, hemos intentado localizarte durante toda esta semana. ¿Te ha ocurrido algo?

- No es nada, estoy bien…

- Deberías ponerte al día con los chicos… y tal vez cambiar de teléfono, porque no contestabas. Ven, pasa y hablaremos eso de…

El lobo le cortó con un gesto, mientras sacaba de entre sus cosas una carpeta delgada.

- No voy a continuar.

El tigre se echó ligeramente hacia atrás, sorprendido y preocupado.

- Dimito – volvió a decir Nathan.

- Smith… no tenemos a nadie para cubrir tu puesto.

- Lo siento mucho, pero no puedo continuar.

Garrison se acercó un poco más a él, agachando las orejas, con cautela.

- ¿Puedo… saber el motivo?

Nathan suspiró.

Porque su novio secreto había muerto, pero el que quería morirse era él. Pero el que ahora estaba enterrado con tres disparos era Fer. Pero el que sentía el dolor de los disparos era Nathan. Pero no se lo podía decir a nadie, porque nadie lo supo jamás. Por eso, por eso quería dejar el trabajo, para poder marcharse a su casa y morirse tranquilamente en el sofá, llorando su desgracia.

Tragó saliva.

- No, simplemente no voy a volver.

- Todavía faltan diez días para que se acabe el…

- Me da igual el dinero, renuncio a mi indemnización, está todo aquí.

Le dio la carpeta de plástico donde tenía todos sus documentos, más que dársela, la puso en sus manos.

El tigre trató de pensar algo para decirle, para convencerle de que no se marchase. Realmente era un individuo de peso dentro de aquella pequeña jerarquía. Cuando abrió la boca para decir algo, Nathan ya había dado media vuelta, cabizbajo, con la cola caída y las orejas agachadas.

Se marchó sin dar más explicaciones, no quería alargar aquello. Salió del edificio con la misma rapidez con la que había entrado.

Se dedicó a deambular sin rumbo durante un rato, hasta entrar en el parque que había un par de manzanas mas allá del lugar en el que trabajaba.

Una vez allí, rodeado por los árboles y el frío, se dejó caer pesadamente en uno de los bancos de madera, que rechinó al recibirlo. Ahora mismo no le preocupaban las facturas ni el dinero que necesitaría para comer, ni qué ocurría si enfermaba. Todo aquello corría ahora en un segundo plano.

Miró a algún punto en el infinito. Sentía que había cometido el error más grande de su vida, probablemente lo hubiera hecho. Necesitaba alquien junto al que poder llorar hasta que se hiciera de día de nuevo.

Pero esa persona no existía.

Tenía a Sarah. Pero no se atrevía, siempre la vió como la buena amiga de su novio, aunque ahora cuidara de él – Porque él jamás se lo pidió – no la sentía realmente cercana.

Recordaba cuando era cachorro, sus padres siempre estuvieron ahí. Siempre tuvo quien le abrazara cuando las cosas iban mal.

Pero ahora su madre no estaba aquí. La relación con sus padres se deterioró mucho cuando él descubrió su sexualidad. Nunca pretendió decepcionarles, pero su padre opinaba distinto.

En una de tantas peleas Padre/hijo, uno de ellos dio un portazo, y el otro tomó un autobús camino a la capital.

Allí conoció a un león rudo y fuerte por fuera pero tierno y adorable por dentro, que guardaba su inocencia y su opinión sobre el amor para sí mismo, muy hondo.

Años después sucedió lo que estaba escrito. Aquella locura de marcharse de casa de sus padres sin motivo aparente, para vivir con un compañero de piso, un lobo, no fue idea de Fernand, aunque nunca puso objeciones.

Sus padres jamás supieron la verdad, incluso a día de hoy.

Se preguntó si ellos lo sabían. Debían de saber que había muerto, por supuesto, pero jamás supieron sobre la historia de amor que mantuvieron en secreto para el resto del mundo.

Deseaba poder visitarlos, decirles que estuvo allí, que eran más que simples compañeros. Decirles que ellos habían perdido a un hijo, pero que él tambien había perdido cosas, su vida, y la de su amante.

Sacudió la cabeza, tratando de librarse de todos esos pensamientos. Imaginó la escena, la vergüenza y la decepción de aquellos padres cuando se presentara en casa un lobo, patético como sólo Nathan sabía serlo.

Suspiró.

No, sus padres nunca sabrían acerca de aquello que los unió.

Pero entonces. ¿No podía compartir su pena con nadie? ¿No había nadie en la tierra que pudiera escuchar su historia, conmoverse con su mismo dolor?


Bajó la mirada al suelo, sintiéndose más solo y frío que nunca.

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