- Ahá.
- ¿Enserio?
- Ahá
- ¿No es un poco incómodo?
- Para mí es perfecto.
Nathan frotó su mejilla contra el pecho desnudo del león. El suave tacto de su pelaje le devolvió la caricia de su rostro.
La melena del felino crecía en torno a su cuello hasta poblar el espacio entre sus pectorales, de ahí descendía en una delgada línea por todo su torso hasta su pelvis. El lobo estaba acostado directamente sobre su pareja. Aquel era su lugar preferido de todo el mundo.
Su pecho descansaba sobre el pecho de Fer. Su cintura dejaba caer todo su peso sobre la cintura del gran felino y las piernas de ambos se entrelazaban a lo lejos, al borde de la cama.
Entornó los ojos mientras apoyaba una de sus manos sobre su pecho. Las líneas de sus dedos se desdibujaron ligeramente al mezclarse entre el pelaje blanco y plateado de él. Suave, duro, exuberante, poderoso.
Suspiró y contuvo la respiración, sintiendo como los latidos de su corazón sonaban junto a su oreja y resonaban en su alma.
Ese corazón templado por horas de ejercicio que sabía ralentizar el mundo de Nathan. Porque cuando él se paraba a escucharlo, lo demás ya no importaba. Y ya podían caer las hojas y pasar las estaciones al ritmo de ese latido. Despacio, poderoso pero calmado, como un trueno en la lejanía, guardando una fuerza oculta, algo primitivo y profundo.
El calor que emanaba el vientre de su león le envolvía como una sábana etérea. Le hacía sentir en casa, porque él hacía años que había dejado de vivir en el mundo real para instalarse definitivamente en ese pelaje. Ese calor era su casa, ese ritmo era el son al que él había estado viviendo.
Volvió a tomar aire y suspiró de nuevo, tendido sobre su pecho.
El león pasó una de sus grandes manos acariciando su pelo, con delicadeza, como si fuera algo muy valioso que temía romper. En verdad era algo muy valioso.
- Si sigues así te quedarás dormido.
- Eso no es cierto –murmuró Nathan, a millas de distancia de aquella cama.
- Dormido en tu propio sueño.
- No me lo recuerdes.
Ambos guardaron silencio por un momento. Antes de que el león tratase de incorporarse de nuevo en la cama.
- ¿Podrías bajarte de encima mío? Me aplastas…
- ¡No! - protestó, aferrándose a su pecho.
Sintió como dos grandes patas rozaban sus costados. Se encogió de hombros de forma inconsciente al notar las primeras cosquillas de un ataque por sorpresa realizado en un momento en el que no estaba en guardia.
Se encorvó, tratando de defenderse, pero cuando quiso reaccionar, ambos habían rodado por la cama y ahora él estaba abajo.
Trató de cubrirse los costados con ambos brazos, girando en la cama, riendo y tratando de rogarle que parase. Todo aquello era inútil, las manos del león eran mucho más grandes y fuertes que las suyas, además de ser expertas en muchos años de cosquillas por sorpresa.
Finalmente el león se detuvo, permitiéndole coger aire de nuevo. Se miraron a los ojos, aquellos ojos ámbar que lo habían valido todo y aquellos ojos verdes que estaban cansados de ver mañanas grises y camas vacías.
- No debiste dejar tu trabajo. ¿Por qué lo hiciste? – murmuró Fer, de forma calmada.
El rostro del lobo se tornó en una fría máscara triste. La línea de sus labios calló hacia abajo, al tiempo que giraba la cabeza, evitando la mirada del león.
- Cállate, no quiero hablar de eso. – dijo, todo lo fríamente que sabía hablarle a Fer.
- Pero es importante.
- Ya nada es importante.
- Tú eres importante.
Silencio.
La mirada ámbar de él estaba fija en el lobo. La mirada verde de Nathan estaba fija en algún punto del infinito, a su derecha.
- No quiero seguir a solas.
Una nota de preocupación se formó en los ojos del león.
- No hagas ninguna tontería…
- No voy a seguir luchando. – dijo Nathan, de forma rotunda.
- ¿Ni siquiera lo harás por mí?
Se hizo el silencio de nuevo, Nathan miró por un instante la cara de su pareja. Aquellos ojos color miel que le suplicaban que no se rindiera, que siguiera peleándole a la vida un poco más.
Apretó los ojos, que comenzaban a humedecérsele. Tomó aire.
- No me pidas eso… - murmuró, con voz temblorosa.
- Por favor…
Fer se inclinó sobre su pareja, acomodando ambas manos sobre los hombros del lobo.
- Tan sólo… deja que me rinda, deja que se acabe todo.
- No puedes rendirte ahora, continúa… continuemos juntos…
Nathan se mordió el labio inferior, dejando que una lágrima se derramase por su mejilla. Fer le estaba pidiendo que escogiera el sendero difícil. El sendero sin él, vivir cada mañana la vida de dos personas siendo uno solo. Cargar con lo que quedaba de su vida a cuestas, con la certeza de que todo lo bueno había pasado ya y lo que quedaba ahora era poco más que un sucedáneo. Vida en polvo, tonos de gris, luces de la calle y oscuridad para su corazón.
- Te amo, esté donde esté – Murmuró el león, con la más tierna de sus sonrisas.
Un incómodo rayo de sol se colaba a través de los grandes ventanales del salón, iluminando de forma muy inoportuna el sofá donde se encontraba.
Despertó de forma dolorosa, sintiendo como aquel astro traicionero le cegaba de forma cruel. Se giró hasta quedar boca arriba en el sofá, todavía con los ojos cerrados, y suspiró. Aquella frase todavía resonaba en su cabeza.
Tomó aire, le echó huevos y se dobló sobre sí mismo, incorporándose en el sofá y poniéndose de pié.
Las prendas de ropa – había dormido vestido – fueron cayendo desperdigadas por el suelo de camino al cuarto de baño. Desde fuera se escuchó el sonido del agua cayendo y una maldición en forma de gruñido. El maldito grifo seguía sin comprender el término medio entre dos temperaturas absurdas.
Salió del cuarto de baño, todo lo seco que podía estar un pelaje que se empeñaba en retener el agua. Se dirigió hacia la habitación.
Abrió la puerta con un cuidado ceremonial y la contempló sin entrar en ella. Todo seguía igual, la cama deshecha y desordenada, sus camisas tendidas sobre una silla, dos pantalones de Fer en un rincón, junto a la cortina.
La sala estaba sumida en la penumbra, pero Nathan no encendió las luces. Le pareció sentir algo extraño en aquel lugar. Escuchó un suave suspiro y percibió el inconfundible olor de Nathan.
Por un momento le pareció verle allí, acurrucado en la cama. Dormido plácidamente en el lado de la cama de Nathan, porque le encantaba invadir su mitad de la cama mientras dormía. Durante los días en los que Fer no tenía que trabajar, el lobo se levantaba tratando de no despertarle para que se quedara durmiendo hasta tarde. De modo que se despedía de él desde el marco de la puerta de la habitación, contemplando en silencio cómo dormía, antes de marcharse camino a la editorial.
Pero no era verdad. La forma que se distinguía en su lado de la cama no era su pareja. Eran sábanas y una manta arrugadas. El suspiro que escuchó había sido el suyo propio, y el olor probablemente provendría de algún lugar de la habitación. De alguna prenda de ropa que Fer dejaría tirada por ahí, desoyendo las amenazas del lobo, o tal vez era fruto de la soledad de Nathan, o de que se estaba volviendo loco – Una buena prueba de ello era el hecho de que, habiendo abandonado su trabajo, se había despertado a las siete de la mañana para contemplar la habitación de su apartamento –.
Tomó aire, le echó huevos, y entró en la habitación. Tomó su ropa lo más rápido que pudo, evitando detenerse a mirar el resto de las cosas de aquel lugar. Salió con las prendas en la mano y fue al baño para vestirse.
Puso la cafetera en el fuego y se apoyó contra la encimera para ponerse los calcetines. Sumido de nuevo en sus pensamientos.
- ¿Dónde dejaste el dinero para la gasolina?
Levantó las orejas, dispuesto a contestar a la voz que sonaba en el salón. Dejó caer los hombros, al darse cuenta una vez más, de que Fer no le estaba preguntando nada desde el salón.
Dejó escapar un gruñido de rabia. Aquello se había convertido en algo bastante desagradable y mucho más habitual de lo que a él le gustaría. Escuchaba su voz, llamándole desde alguna parte de la casa, susurrándole cosas cotidianas cuando iba a dormirse. Un par de días atrás se había descubierto respondiendo con un “Yo también te amo” a alguien que ahora solo existía en su cabeza.
Cuando llamaban por teléfono, su mente volaba libre, ideando historias fantásticas como “Seguro que llaman del hospital, porque intercambiaron las fichas de los pacientes y Fer…” o “Fer me está llamando, seguro que se olvidó algo en casa y necesita que se lo lleve”.
Había pensado muchas veces en contárselo a Sarah, buscar algo de apoyo en ella, pero le asustaba la idea de acabar sentado frente a un profesional, o que lo metieran en una sala acolchada.
Sobrellevaría su resquebrajada salud mental él solo. Además, aquellas voces todavía no le decían que matase a gente, no podían ser peligrosas. ¿Verdad? Ese era el plan, tendría esquizofrenia en privado y sería normal para los demás. ¿Qué podría salir mal?
El gorgojeo de la cafetera manchando toda la cocina bastó para sacarle de su trance, apagó el fuego apresuradamente y se sirvió una taza de café solo. Lo tomó de dos grandes tragos con una mueca de asco, para ver si la cafeína hacía su función y se espabilaba de una buena vez.
Salió de la cocina, cerró la puerta de su habitación, que había quedado entreabierta y se dirigió hacia la calle.
Nathan se metió las manos en los bolsillos de su abrigo, sintiendo como cada vez el mundo exterior le parecía más grande y más extraño. Caminó así, invadido por esa sensación de artificialidad.
Todo estaba bien, todo era exactamente igual que como cada mañana. ¿Qué era lo que fallaba? Fer había muerto y el mundo seguía exactamente igual.
Se hizo a un lado para dejar pasar a una pareja que caminaba cogida por el brazo, ella y él, hablando animadamente. Nathan se quedó mirando cómo se alejaban, sin saber muy bien qué sentía.
Él nunca pudo caminar por la calle de la mano de Fer. Eso le mata por dentro. Continuó su camino adelantando por la izquierda a una anciana que vivía la vida a su propia velocidad, si es que a aquello se le podía llamar velocidad.
Torció la esquina a la derecha, en esa misma esquina a pié de calle, el señor McNeil descargaba peras de una camioneta mientras la señora McNeil las colocaba en la entrada de la frutería, ultimando los detalles de una nueva jornada de trabajo.
Apretó la mandíbula al ver la sonrisa de la señora McNeil cuando mira a su esposo. ¿Por qué son todos tan hipócritas? Apenas hace dos semanas que Fer se murió… y nadie se ha enterado siquiera.
El mundo sigue igual, no hay banderas a media asta, no hay noticia en la televisión. Nadie grabará un biopic sobre la apasionante vida de Fernand Anderson.
Además. ¿Por qué tuvo que ser él? Se trataba de un atraco, podría haber escogido a cualquier persona. ¿Por qué no le disparó a la muchacha a la que acaba de ceder el paso hace apenas diez minutos? Hay muchas chicas, él seguro que podría haber rehecho su vida. ¿Por qué no decidió atracar a la anciana que vive la vida a su propia velocidad? Es decir… de todas formas, ella había vivido ya una vida larga y feliz.
Un grupo de niños vestidos de uniforme se cruzaron en su camino en dirección contraria, riendo y conversando de camino al colegio. Él se los quedó mirando y apretó los dientes, dándose cuenta de cuánto los odia.
Los odia porque están vivos, ellos están vivos y Fer está muerto y eso no es justo. Los odia porque son felices, porque ríen y porque tienen un futuro. Él no es feliz, ni ríe, ni tiene un futuro.
Todo sigue igual, es injusto.
Continuó su camino calle abajo, rumiando sus pensamientos hasta que alcanzó un taller de reparación de coches. Entró por el gran portón de hierro que daba acceso a los vehículos.
Un perro, mediana edad, rechoncho, cubierto de grasa, le dió la bienvenida. Se frotó la mano contra el muslo antes de estrechársela, a Nathan esto no le hace ninguna gracia.
- Venía por ese coche marrón que tienen ahí.
El mecánico comenzó a explicarle qué es lo que habían encontrado dentro del capó, instantáneamente Nathan trasladó su mente a algún lugar lejos de la mecánica automovilística, por el bien de su interlocutor.
En lugar de eso, mira por encima del hombro, más allá, en lo que parece ser la oficina del taller, una joven conversa con uno de los mecánicos.
Levanta una ceja mientras asiente a la conversación que no está escuchando. Por la postura de esa chica, está flirteando. Por su sonrisa, no es la primera vez que lo hace y por el balanceo de la cola del gato con el que conversa deduce que aquella conversación terminará en una cama.
Por la forma de vestir no parecía encajar en aquel lugar, estaba bastante seguro que de no era una empleada, pero tampoco parecía un cliente.
- ¿Qué le parece a usted? – le dijo el mecánico, dándole una palmada en el hombro con una sonrisa.
“me parece que si vuelves a tocarme tendrás que aprender a atornillar con la otra mano”
- Qué quiere que le diga… todo esto escapa a mi conocimiento. – dijo, encogiéndose de hombros.
El perro contestó con una sonora carcajada mientras aquella chica se acercaba a ellos. Cruzando el taller, entre operarios que se afanaban en hacer su trabajo y ajetreo de herramientas.
- Papá, Diego y yo nos marchamos ya.
- ¿Qué? Dile que no pienso dejar que salga de aquí hasta que no acabe con lo que tiene ahora.
- Se podrá a ello cuando…
- Cuando yo lo diga, Ese coche debería haber salido del taller ayer a primera hora.
La joven dio media vuelta sin dejar que su padre acabara de hablar. El mecánico miró a Nathan con un resoplido, como si esperase un comentario por su parte.
- No hay quien meta en vereda a los jóvenes de hoy en día.
- Una edad difícil, supongo…
- En fin… volviendo a lo suyo…
- No tengo ninguna prisa, a decir verdad. Cuando lo tenga llámeme y enviaré a una chica para recogerlo.
El mecánico mostró una sonrisa maquinadora.
- Bueno… si la chica es guapa, puede enviarla por aquí aunque no tengamos listo el coche – comentó, levantando las cejas.
Nathan ignoró el comentario, nuevamente, por el bien de su interlocutor.
De hecho, no sabía muy bien por qué estaba haciendo aquello. Aquel tipo era un completo imbécil. El coche estaba en ese taller desde antes del incidente con Fer. Él no tenía licencia de conducir, pero aún así, algo en su interior quería tener ese coche aparcado frente a la puerta de casa. Porque poder sentarse en el asiento del copiloto, aún con el coche aparcado, era como recuperar una pequeña parte de lo que era vivir con Fer.
- Si todo va bien deberíamos…
- ¿Puedo preguntarle algo?
- Eh… ¿Sí?
- ¿Dónde está su esposa?
El mecánico levantó una ceja, extrañado.
- Estamos divorciados. ¿Por qué te interesa chico?
- Hace poco que soy viudo.
Una mueca de fastidio se formó en el rostro del tipo con el que estaba conversando.
- Joder, eres joven, eso es mala cosa. – le dijo, dándole otra palmada en la espalda. – Que te sea leve, muchacho.
Nathan se alejó un poco, dando por terminada la conversación. Se despidió del mecánico fríamente y abandonó el taller por donde había venido.
Comenzó a desandar lo caminado. Su casa no quedaba lejos. Sentía que era su responsabilidad presentarse allí para ver el estado del vehículo. Era algo a lo que Fer le tenía mucho cariño.
Ahora se arrepentía de haber salido de casa, se arrepentía de haberse arreglado. Ni siquiera debería haber despertado aquella mañana.
Era mucho más feliz en sueños, donde podía reunirse con aquella parte de él mismo que le faltaba durante el resto del tiempo.
Le llevó la mitad de tiempo la vuelta que la ida, caminando a paso ligero con las orejas echadas hacia atrás. No debía haber salido. En ese momento tan sólo quería volver a casa y pasar el resto de la mañana a solas con sus sentimientos.
Cerró la puerta con llave, dejó su chaqueta en el perchero de la entrada. Se quitó los zapatos con los talones y los dejó en el pasillo para dejarse caer sobre el sofá en el que había dormido.
Se acurrucó, doblado hacia adelante, abrazándose a sí mismo, sintiendo como un amargo sentimiento ardía en su interior. Apretó los dientes hasta que le dolieron. Aplastó su mejilla contra su hombro, buscando refugio en sí mismo, mientras sus ojos iban desbordándose de su propia rabia.
Dejó escapar un gruñido que sonó a lágrimas y a resentimiento. Los odiaba a todos, a todos y cada uno, por seguir vivos.
Aquella sensación le quemaba por dentro tanto o más que la propia pérdida. Apretó los ojos, dejando que aquel llanto de dolor y furia brotara de su garganta y empapara sus mejillas.
“Que te sea leve, muchacho”
- Hijo de puta…
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