Día 10: Anoche volví a soñar con él, no se porqué pero, de vez en cuando, él aparece en mis sueños. Aparece y me abraza, y dejo de tener miedo.
Nathan cargó las bolsas del coche de Sara y entró en el edificio. Habían aprovechado la mañana para salir a comprar comida. El lobo no quería volver al supermercado que había al lado de casa, donde ocurrió todo, de modo que tuvieron que tomar el coche y dirigirse a otro que se encontraba en el otro extremo de la ciudad.
Subieron en el ascensor en un riguroso silencio. Sarah se quedó mirándole a los ojos. Nathan estaba callado, absorto, con los ojos entreabiertos mirando algo en la hebilla del cinturón de su compañera.
Ladeó la cabeza, sumida también en sus pensamientos, cuando de pronto el aparato se detuvo en la planta correspondiente. Ella salió al rellano en primer lugar, para encontrarse con tres individuos frente a la puerta de casa.
Un doberman alto y delgado, de brazos fuertes, un pastor alemán al que el pelaje del cuello le sobresalía por encima de la camisa azul y una vixen de pelaje níveo y estatura media. Todos ellos vestían el uniforme reglamentario de agente de la ley.
Sarah se mordió el labio inferior, aquella mañana se iba a complicar algo más de lo que habían planeado. Comenzó a avanzar hacia ellos mientras rebuscaba en su bolsillo las llaves de la puerta.
El tipo alto y delgado se giró hacia la loba, con cara de haber tenido una mañana complicada.
- ¿Nathan Smith? – Dijo, al parecer, de la manera más tajante y maleducada que pudo.
Nathan simplemente asintió en silencio, sin comprender del todo lo que estaba ocurriendo.
- Tenemos que hacerle unas preguntas. ¿Podemos pasar adentro?
Aquello sonó más como una orden que como una amable sugerencia. El lobo dejó escapar un pesado suspiro, no quería más problemas. Había planeado volver a casa, guardar la compra, fingir una sonrisa y decirle a Sarah que se encontraba bien para que le dejase a solas. Cambio de acontecimientos, cuando menos fuerzas le quedaban para atender al resto del mundo.
Sarah se apresuró a abrir la puerta con su copia de las llaves. Los agentes entraron primero sin darles espacio para que limpiaran el desorden. La loba dejó sus cosas en la cocina y tomó las de Nathan para que éste atendiera a los hombres que esperaban con impaciencia en el salón.
Avanzó entre ellos, con la sensación de que sus miradas le atravesaban en un fuego cruzado mortal.
Se sentó en la silla, sintiéndose más pequeño que nunca, con las manos apoyadas sobre los muslos. Sus orejas estaban caídas hacia atrás, no tanto por el miedo – que tenía más que de sobra – como por la falta de fuerzas para levantarlas y fingir que todavía le quedaba algún motivo por el que sonreír.
- Nathaniel Smith. ¿Ese es su verdadero nombre, cierto?
Nathan asintió sin mostrar ninguna expresión, no recordaba haber falseado su nombre para asaltar la Reserva Federal, de modo que debía de ser cierto.
- Soy el Comisario Harrison. Tenemos que hacerle unas preguntas sobre el asesinato de Fernand Anderson, su compañero de piso. – Dijo apoyando las manos sobre la mesa, todavía de pié.
Aquella frase preprogramada, como de contestador informatizado, retumbó en la cabeza del lobo. Cerró los ojos y suspiró. Sintiendo que aquellas personas no habían venido más que a hurgar en aquella herida. Tragó saliva.
- ¿Es necesario? Quiero decir… ¿No puede ser en otro momento?
- Me temo que no. Han pasado diez días desde el altercado. Debe prestar declaración de una vez.
Miró de reojo por la ventana, la luz del mediodía iluminaba parte de la mesa, a su derecha, la joven vixen estaba sentada a pocos metros de él, con una libreta y una pluma. El tercer agente estaba sentado en el sillón que acostumbraba a ocupar Fer, cuando veía la televisión, mientras observaba curioso las estanterías y la decoración junto a él.
- En el hospital usted declaró que salió de comprar a las veinte horas y fueron asaltados por un individuo con un arma de fuego.
- Ahá…
- Luego forcejearon y el individuo realizó tres disparos contra el pecho del señor Fernand.
- Fueron cuatro disparos… uno falló.
Todavía hoy se despierta por las noches cuando su mente cruel le hace oír de nuevo el sonido de esos cuatro disparos en sueños.
La agente tomaba nota de la conversación en silencio, mientras aquel doberman le atravesaba con la mirada.
No había cuerdas en aquella habitación, pero Nathan podía sentirlas mordiendo sus muñecas, entrelazadas contra el respaldo de la silla. Tampoco había un gran foco contra su cara, deslumbrándole e impidiéndole mirar a la cara a sus interrogadores, pero él no lo necesitaba para no poder alzar la mirada de la mesa.
- Necesitamos una descripción clara del individuo que disparó contra Fernand Anderson.
Cerró los ojos, sintiendo como se le encogía el pecho, guardó silencio por unos segundos.
- ¿ Lo recuerda o no? – dijo el comisario, mientras su paciencia se agotaba por momentos.
No hubo bofetada, de las que te lanzan hacia atrás, con silla incluida, pero Nathan la sintió igualmente. ¿Cómo olvidar aquel rostro? Aquellos ojos enrojecidos por el humo y los vapores de lo que quisiera que hubiera consumido ese miserable. Ese pelaje sucio de meses y ese Piercing que por falta de higiene presentaba un aspecto infecto y que pedía a gritos un médico.
- No quiero hablar sobre ello.
Empleó todas las fuerzas que le quedaban para pasar el día en pensar aquella frase, y utilizó todo el arrojo y el valor que le quedaba para el resto del mes en pronunciarla sin echarse a llorar, aunque con voz temblorosa.
El comisario se encaró hacia él de una forma cada vez más amenazadora. Nathan se encogió sobre su silla. Había visto muchas películas de gángsters y ese era el momento en el que el villano sacaba de entre sus cosas una navaja, un cuchillo o unas tenazas, y él empezaba a perder partes pequeñas del cuerpo.
- Nathan, no tengo toda la mañana, haz el favor de cooperar con nosotros.
- No quiero hacer esto…
- ¿Quieres llamar a tu abogado para declarar? – El doberman alzó una ceja, dudando entre tratar de hacer que entrara en razón o ir directamente a la cocina a por algo afilado y hacer realidad los temores de aquel lobo que se empeñaba en no decir nada.
Optó por lo primero porque, además de que su placa estaba en juego, interrogar con violencia no era su estilo. A pesar del mal humor de aquella mañana y las crecientes ganas de asesinar, él era un agente de la ley, uno bienintencionado.
Sólo quería arrojar luz sobre el asunto de un tipo tiroteado en el aparcamiento de un supermercado y el misterio de su compañero de piso, que se negaba a hablar del tema y miraba a la mesa con los ojos llenos de lágrimas.
- Si lo prefieres podemos traer a un abogado de oficio – Volvió a decir, fingiendo calma.
Estupendo, una cuarta persona en el interrogatorio, para ver y dar crédito de cómo le golpeaban – Emocionalmente hablando- tres agentes más fuertes que él. Eso era lo que necesitaba.
- Simplemente no quiero hablar.
- Pero Nathan, si no nos ayudas, no podremos atrapar al asesino de tu amigo…
Se preguntó si esa recién estrenada actitud de buen policía, de luchador por la justicia, la habría aprendido en la academia, o tal vez era algo que usaba para llevarse a la cama a viudas dolidas de los casos que le asignaban.
Miró más allá del doberman, en la entrada de la cocina, al final del salón, Sarah le observaba apoyada sobre el marco de la puerta.
La mirada de Sarah le dio el empuje que necesitaba. Se puso en pié, se encaró al comisario con los dientes apretados y los ojos llenos de lágrimas. Blandiendo en una mano la rabia de su novio muerto y en la otra el odio anti sistema que no desempolvaba desde su adolescencia.
- Es que no quiero que andeis buscando al asesino, porque no le encontraréis jamás. Y aunque dierais con él. ¿De qué servirá? ¿Me devolverá eso a Fer? ¿Eh, lo hará?
Prácticamente le gritó esas palabras a la cara al comisario y luego se desplomó hacia atrás, cayendo de nuevo en su asiento. Estupefacto, sin saber de dónde había sacado la fuerza para decirle eso.
A juzgar por los dientes que aún conservaba, Harrison tenía más paciencia de lo que aparentaba. El doberman le miró, dando a entender que aquel numerito no le hacía ni pizca de gracia.
- Pasando por alto que entorpecer una investigación es un delito bastante serio. Nathaniel Smith, eres el principal sospechoso del asesinato de Fernand Anderson. ¿Lo sabes?
Tocado y hundido, aquella frase golpeó a Nathan, destrozando la poca entereza que le quedaba. Apretó los ojos con todas sus fuerzas, mientras una lágrima traidora escapaba para recorrer sus mejillas.
Ya solo quería que aquellos agentes le dejasen a solas. La vida –Más bien la muerte- le había hecho ya suficiente daño como para que tres personas irrumpiesen en su casa.
“Si, Fer está muerto, muerto, y no volverá. Y cuida de no olvidar contarnos ningún detalle, por mortificante que resulte, porque solo tú le viste, así que lo más probable es que acabes en la cárcel por esto.”
Sarah llamó al comisario con un “Chist” y le hizo un gesto para que se acercara. Harrison giró sobre sus talones y caminó hacia la loba. Entró en la cocina, con la esperanza de que aquella chica se mostrara un poco más comunicativa.
- Disculpe a Nathan… lo está pasando muy mal últimamente.
- Debe comprender que tenemos que hacer nuestro trabajo, como no se decida a colaborar tendrá un problema.
- Lo comprendo, y estoy seguro de que él también lo comprende… pero se encuentra muy afectado por lo que ha ocurrido…
El rostro de Harrison seguía mostrando la misma dureza y malhumor que mostraba en la sala contigua. Se miraron en silencio. Sarah le suplicaba con la mirada un poco de clemencia.
- Yo también he perdido buenos amigos, muchos de ellos han muerto frente a mí, o directamente entre mis brazos, no lo acepto como excusa.
- Fernand no era su amigo.
El doberman alzó las orejas y frunció el ceño.
- ¿Cómo?
- No eran compañeros de piso… ellos… - Sarah miró por la puerta, asegurándose de que el lobo no podía escucharle desde allí. – ellos eran amantes.
- ¿A qué se refiere? ¿Ellos dos…?
Sarah asintió con la cabeza.
La Vixen uniformada le había convencido de una forma dulce y gentil de que debía colaborar. Nathan se sentía vulnerado y humillado en lo más íntimo. Pero comenzó a hablar entre lágrimas sobre la pinta del asesino.
- ¿Usted tiene esposa, comisario?
- Ahá.
- Entonces supongo que se hace a la idea.
El doberman hizo una mueca, en parte de asco, al imaginarse al lobo haciendo dios sabe qué cosas con otro hombre, y en parte de puro fastidio.
- ¿Y por qué diablos no me lo dijeron en primer lugar?
- Él no quiere que lo sepa, nadie mas que yo lo sabe. Por favor, usted…
Harrison dejó escapar un bufido.
- Si si si lo que usted quiera.
La vixen se puso en pié mientras le decía algo a Nathan que ninguno de los demás alcanzó a escuchar.
Le hizo un gesto al comisario, ya tenían lo que necesitaban.
Ni una disculpa, ni un “Adios, que tengan un buen día”. Los tres agentes se marcharon con la misma frialdad y presteza con la que habían entrado en casa.
Nathan permaneció en la misma silla, inmóvil, totalmente ajeno a Sarah, que avanzaba hacia él, tratando de escoger las palabras mas cálidas.
Se quedó en silencio, a una distancia prudente. El lobo tenia la cabeza ladeada, viendo sin mirar a través del cristal de la ventana, contemplando afuera, las luces de la calle. Dos lágrimas corrían, ahora libres, por sus mejillas, humedeciendo su pelaje.
Ningún sonido, ningún sollozo, ningún suspiro de tristeza. Nada. Simplemente dos lágrimas recorriendo un cascarón de piedra hueco.
Sus ojos se movian levemente, alternando entre los distintos elementos que podía ver a través de la ventana, los coches, la gente. Los brillantes paneles acristalados del edificio de oficinas de enfrente proyectaban un destello cegador sobre el salón de la casa, cuando las nubes se despejaban lo suficiente.
No podía saber que clase de cosas rondaban su mente en ese momento. Se hacía una idea del tipo de sentimientos que anidaban en ese corazón de lobo herido, pero su mente… Su mente era un misterio.
El creciente silencio en la sala se le clavaba en la espalda, como impulsándole a moverse. “Vamos Sarah, haz algo” Pero ¿Qué hacer en una situación como ésta? ¿Se acercaba y le abrazaba? ¿Buscaba en su arsenal de palabras tiernas algunas que le hicieran sentirse mejor? ¿Se marchaba sin decir nada, para evitarle el mal trago de verlo llorar?
Trató de acercarse un poco más, hasta que el lobo la localizó en la periferia de su mirada. Giró bruscamente la cabeza, saliendo de su trance, ocultando su rostro.
- Por favor Sarah, márchate.
La loba se detuvo en seco, Aquella frase no sonaba enfadada, ni triste. A decir verdad, no sonaba a absolutamente nada. Era una petición fría, estéril, proveniente de alguien que ya no tenía fuerzas para expresar a los demás cómo de mal se sentía.
- Por favor, quiero estar solo.
Dejó escapar un suspiro. Él había elegido la tercera opción en su lugar. Dijo un “Adios, Hasta mañana” que nadie oyó y se marchó, tomando su móvil y su cartera de la mesa que había en la entrada de casa.
Quería estar solo… Quería estar solo… Por supuesto que no quería estar solo. Nathan no quería por nada del mundo estar solo. Nathan quería miles de abrazos, cientos de palabras sacadas del arsenal de palabras tiernas. Quería llorar hasta que se le quedase la voz ronca, arrullado por unos brazos que le hicieran sentirse protegido. Quería que le llevaran en brazos a la cama, le desvistieran con cuidado y le hicieran el amor hasta dejar a un lado su tristeza.
La única persona a cargo de esas tareas estaba muerta, con tres disparos en el pecho.
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