7 oct 2014

Luces de la calle VI

Día 18: Mi vida va pasando sin ninguna emoción. Vivo, aunque no me quedan motivos para vivir. Simplemente sigo, sin esperar nada y sin pedir nada. 


- Nada. – dijo Nathan, sin ninguna expresión.

Movió los bigotes, casí podía percibir la tensión en el ambiente.

- ¿Nada? ¿Ninguno?

- Ninguno.

El Comisario Harrison se rascó la cabeza, apoyado contra la pared. Nathan estaba de pié frente a un falso espejo. Tenía la misma expresión de muerto triste que los últimos veinte días. Estoico, inmutable, roto por dentro pero aparentemente íntegro por fuera.

Del otro lado del cristal, cinco ratas esperaban, exhibiendo cinco caras de desagrado y cinco tarjetas numeradas. Todos ellos eran tipos horribles, de contenedor y cartón de vino, de mirada grotesca y navajazo por diez dólares, sucios, sucios como si hubieran pasado los últimos tres días viviendo dentro de una chimenea.

Pero ninguno de ellos era la rata que buscaban y a Nathan cada segundo que pasaba en ese lugar le dolía como una puñalada.

Consiguió escapar tras pelear un poco - Intelectualmente hablando, ellos llevaban porras – y abandonó el edificio por su puerta principal. Montó en el coche de Sarah, que esteba aparcado enfrente. La loba arrancó sin decir nada.

Aquel silencio era distinto del de la comisaría, era un silencio agradable que le acogía y le permitía no ser zarandeado por las exigencias del resto del mundo. Nathan se apoyó contra la parte interior de la puerta, mirando por la ventanilla distraído.

- ¿No vas a preguntarme qué tal fue? – Murmuró el lobo, al cabo de unos minutos.

- Sé que no fue bien… lo traías escrito en los ojos.

Se recostó en su asiento con un suspiro.

Minutos de silencio.

- Necesito que hagas algo por mí…

- Claro. ¿De qué se trata?

El coche viró hacia la derecha, internándose en una de las callejuelas que desembocaban en la avenida.

- Necesito que alguien recoja el coche de Fer del taller y lo aparque frente a casa. ¿Crees que podrías… ?

- Sin problema, pero tú también podrías hacer algo por mí a cambio de eso.

Nathan levantó las orejas, algo sorprendido, mientras Sarah le dedicaba una tierna sonrisa.

- Podrías pasarte por el Nightlights esta noche para cambiar un poco de aires y despejarte.

Volvió a bajarlas de nuevo, agotado.

- No necesito el coche. No sé conducir.

Sarah dejó escapar un bufido de fastidio. En sus labios se formó una sonrisa amarga mientras conducía. ¿De verdad iba a dejar el coche de Fer en el taller con tal de no salir de casa? Cada día que pasaba se mostraba más cabezota y menos propenso a recibir ayuda.

Más minutos de silencio.

El coche giró bruscamente a la derecha una vez más. Nathan se sintió golpeado por la fuerza del vehículo, con la frente sobre el cristal de la ventanilla.

Allá afuera, entre los edificios, unos nubarrones grises se cernían sobre sus cabezas, traídos por un viento frío como la muerte que se le calaba en los huesos, haciéndole sentir frágil. El tiempo atmosférico, la policía de la ciudad, el gremio de mecánicos y los cientos de personas que no le conocían y a los que no le importaba en lo más mínimo la vida de Nathan conspiraban contra él, agrediendo su maltrecho bienestar.

Se bajó del coche con una escueta despedida, un beso en la mejilla que sintió que se quedaba ahí marcado hasta que entró en el ascensor.

Pulsó el botón de su planta y apoyó la espalda contra la pared. ¿Cuánto tiempo hacía que no tocaba a nadie?

No se refería a algo carnal, obviamente, extrañaba los abrazos, los apretones de manos, que le palmearan la espalda. Esos abrazos que da un amigo, cuando sabe que tardará mucho tiempo en volverte a ver.
Entró en casa, estaba fría, oscura y silenciosa. Se encogió de hombros, sintiendo que aquel lugar le asustaba, y cruzó a grandes zancadas el recibidor hasta llegar al salón. Encendió todas y cada una de las luces, volvió para cerrar la puerta principal y regresó al salón.

Primero fueron unas primeras gotas golpeteando contra los cristales y luego una grandísima tromba que oscureció el cielo. Nathan aprovechó para quitar rápidamente la ropa que Sarah había dejado tendida el día anterior y poner una colada con su ropa sucia.

Comenzó a separar entre dos barreños de ropa sucia cual era blanca y cual no. El ruido de fondo le relajaba. Llovía y tronaba furiosamente, como si el cielo quisiera descargar toda su rabia.

El había experimentado eso días antes, había llorado lleno de rabia, dispuesto a exorcizar toda la tristeza de su interior, gritando y llorando, pateando y dando puñetazos a las almohadas, hasta quedarse sin fuerzas, sollozando en el suelo del salón, derrotado.

Pero nada de eso había servido de nada. Se sintió mejor por lo menos quince minutos, pero luego se sintió agotado y se le quedó la voz ronca. El mero hecho de haberse hecho daño en la garganta le hizo sentirse estúpido y deprimido por bastante más de treinta minutos. Las cuentas no le salían, ser infeliz no era rentable.

Continuó separando las prendas hasta que sus ojos cansados repararon en algo extraño, una forma oscura se escondía entre las prendas blancas – Algunas más blancas que otras - .

Trató de atraparlo. ¿Quién había sido tan malvado, descuidado o despistado como para poner una prenda oscura en un cesto de ropa blanca?

Fer.

No era algo extraño que fer fuera despistado, descuidado y a veces un poco malvado – en el buen sentido – Andaba por casa dejando su ropa tirada de cualquier manera, sin levantar la tapa del váter, tomando algo de la nevera sin volver a guardarlo y asaltando a su pareja para amarle en cualquier lugar de la casa.

Pero a Nathan, si bien le llegaba a molestar aquello, exceptuando el último punto, no le enfadaba demasiado. Andaba por la casa olfateando el aire en busca de la camisa a rayas que llevaba su pareja minutos antes y que había caído entre la cama y la pared. Bajaba la tapa del inodoro, cerraba el pan de molde tras de él y cuando éste se daba súbitamente la vuelta, se dejaba amar sin reparos sobre la mesa de la cocina, con todo y frutero incluido.

Desdobló aquel gurruño de tela sintética para que aquellos bóxers recuperaran su forma.

Sonrió, recordando sobre aquella prenda.
Era uno de los bóxers que Fer llevaba o traía puestos cuando pasaba por el gimnasio. Los tomó por las puntas y los colocó sobre sus caderas, extrapolando el tamaño de ambos.

Fer solía ir al gimnasio tres o cuatro veces por semana, se marchaba siendo un gato afelpado y mimoso y volvía siendo un león. Irrumpía en casa derrochando confianza en sí mismo. Avanzaba como si todo fuese suyo, oliendo a testosterona y a esfuerzo, todo su pelaje brillaba deslumbrante, independientemente de si había pasado o no por la ducha.

La mayoría de las veces salía a recibirlo Nathan. Él de un empujón lo tendía sobre el sofá, sobre la alfombra, la mesa o contra la pared y sin mediar palabra se lanzaba sobre él como un depredador, inmovilizándole con las garras, presa de sus instintos.

Apoyó su espalda contra la pared y hundió su hocico en aquella prenda, inhalando su olor.


No era amor, no eran un lobo mimoso y un gato mimoso dándose mimos en una cama de matrimonio – que también había de eso en la relación, mucho – No había “¿qué tal?” ni “¿Cómo estás?” ni “¿Continúo?” No se detenían, entre jadeos, para mirarse a los ojos y sonreírse.

Aquello era Sexo. Era un león que le duplicaba en tamaño y le cuadriplicaba en fuerza tomando aquello que le pertenecía por derecho. Nunca se había negado a ello, pero tenía la total certeza de que de intentar resistirse, no hubiera podido.

Era algo cálido y seco, tenía más que ver con rugidos, con arañazos en los muslos, con colmillos en el cuello que con amor.

Después, ambos quedaban tendidos sobre la alfombra, húmedos y jadeando. Su pareja se quedaba en algún punto a medio camino entre león depredador y gatito mimoso. Luego se mantenía en ese estado hasta el día siguiente, cuando el proceso se repetía.

Apretó los ojos, sintiéndose muchas cosas.

Se sentía asqueroso, despreciable, enfermo. Aquel no era el momento para recordar esas cosas. Metió todo apresuradamente en la lavadora, la puso en marcha y se largó apresuradamente.

¿Qué pensaría Fer si supiera que el hipócrita de su ex novio se había olvidado de todas las noches que le veló cuando estaba enfermo? ¿De todos los regalos y los detalles para las fechas señaladas, de todos los enfados que tuvo que soportar, porque en el fondo era un niñato que siempre quería tener razón? ¿Qué cara pondría al enterarse de que le añoraba por el sexo en el sofá?

Se dejó caer en una de las butacas del salón. Se cubrió la cara con las manos. La ansiedad de vivir dentro de aquel pelaje se le cerraba entorno a la garganta, todavía algo ronca, y hacía que se atragantase con sus lágrimas.

Aquel desprecio le quemaba en el pecho. Deseó poder estar con alguien, un amigo, un compañero de trabajo0, un familiar al que poder explicarle cómo se sentía. Pero no era posible. De su familia no sabía nada, su padre le echó de casa al descubrirlo en la cama con otro hombre.

Años más tarde conoció a Fer, descubrió que quería compartir el resto de su vida con él, que le quería para él solo y por encima de su propia integridad física. El león nunca quiso decepcionar a sus padres, por lo que comenzaron una relación a espaldas del mundo, hasta el día de hoy.

Sentía la necesidad de buscar en la guía telefónica la dirección de los padres de él. De presentarse allí y abrazarla a ella, abrazarla con fuerza y pedirle perdón. Perdón porque les había quitado a su hijo y lo había acaparado porque lo amaba con toda el alma. Perdón por no haber hecho a su hijo suficientemente feliz. Por no haber podido convivir los cuatro, porque él era un hombre. Perdón por no darle un empujón a tiempo e interponerse entre su vida y la bala.

Tragó saliva. No podía hacer eso. No podía presentarse allí y decir que era el novio homosexual de su hijo muerto.

Levantó la mirada sin fuerzas. Seguía lloviendo con rabia. Millones de gotitas caían sobre su cristal, proyectando en su redonda superficie decenas de miles de trocitos de las luces de la calle.

Él también quería ser lluvia. Salir por la ventana y dividirse en diez millones de partes para caer sobre el pavimento, sobre los parabrisas de los coches. Quería ser lluvia para estrellarse diez millones de veces contra el asfalto y reunirse con el resto de gotas, sin ser nada concreto.

Desplazó su mirada por la sala, las luces estaban apagadas, pero la luz tenue de afuera le permitía distinguir las formas de los muebles.

¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo había pasado? Recordó la propuesta de Sarah y se sintió dolido.

¿Cómo iba a ir a un pub, cuando de los dos, él era el que debería haberse muerto?

Continuó mirando alrededor. Entre todas las cosas de la habitación, una de ellas brilló con una luz ambarina junto a él, a poco más de medio metro. El armario de las bebidas estaba entreabierto, en su interior, una botella le devolvía la mirada.

La sacó de su confinamiento de armario pequeño y la contempló en alto. El whisky escocés parecía brillar con luz propia.

Él no sabía beber, cerveza tal vez, pero Fer solía tomar uno o dos vasos de ese whisky, sobre todo cuando él no miraba.

Retiró el tapón de latón y lo olfateó, había percibido ese olor antes en los labios de su pareja.

En otro tiempo le hubiera hecho lavarse los dientes, ahora lo buscaba.

Le dio un largo trago, sintiendo como el líquido bajaba por su garganta quemándole todo a su paso. Se incorporó, tosiendo, mientras dos lágrimas le caían por las mejillas. Dejó escapar un largo suspiro, sintiéndose golpeado por la bebida. Reparó en la lluvia y las luces de la calle.

Dió otro largo trago.

Luces de la calle V

- ¿Vas a quedarte así por mucho rato?

- Ahá.

- ¿Enserio?

- Ahá

- ¿No es un poco incómodo?

- Para mí es perfecto.

Nathan frotó su mejilla contra el pecho desnudo del león. El suave tacto de su pelaje le devolvió la caricia de su rostro.

La melena del felino crecía en torno a su cuello hasta poblar el espacio entre sus pectorales, de ahí descendía en una delgada línea por todo su torso hasta su pelvis. El lobo estaba acostado directamente sobre su pareja. Aquel era su lugar preferido de todo el mundo.

Su pecho descansaba sobre el pecho de Fer. Su cintura dejaba caer todo su peso sobre la cintura del gran felino y las piernas de ambos se entrelazaban a lo lejos, al borde de la cama.

Entornó los ojos mientras apoyaba una de sus manos sobre su pecho. Las líneas de sus dedos se desdibujaron ligeramente al mezclarse entre el pelaje blanco y plateado de él. Suave, duro, exuberante, poderoso.

Suspiró y contuvo la respiración, sintiendo como los latidos de su corazón sonaban junto a su oreja y resonaban en su alma.

Ese corazón templado por horas de ejercicio que sabía ralentizar el mundo de Nathan. Porque cuando él se paraba a escucharlo, lo demás ya no importaba. Y ya podían caer las hojas y pasar las estaciones al ritmo de ese latido. Despacio, poderoso pero calmado, como un trueno en la lejanía, guardando una fuerza oculta, algo primitivo y profundo.

El calor que emanaba el vientre de su león le envolvía como una sábana etérea. Le hacía sentir en casa, porque él hacía años que había dejado de vivir en el mundo real para instalarse definitivamente en ese pelaje. Ese calor era su casa, ese ritmo era el son al que él había estado viviendo.

Volvió a tomar aire y suspiró de nuevo, tendido sobre su pecho.

El león pasó una de sus grandes manos acariciando su pelo, con delicadeza, como si fuera algo muy valioso que temía romper. En verdad era algo muy valioso.

- Si sigues así te quedarás dormido.

- Eso no es cierto –murmuró Nathan, a millas de distancia de aquella cama.

- Dormido en tu propio sueño.

- No me lo recuerdes.

Ambos guardaron silencio por un momento. Antes de que el león tratase de incorporarse de nuevo en la cama.

- ¿Podrías bajarte de encima mío? Me aplastas…

- ¡No! - protestó, aferrándose a su pecho.

Sintió como dos grandes patas rozaban sus costados. Se encogió de hombros de forma inconsciente al notar las primeras cosquillas de un ataque por sorpresa realizado en un momento en el que no estaba en guardia.

Se encorvó, tratando de defenderse, pero cuando quiso reaccionar, ambos habían rodado por la cama y ahora él estaba abajo.

Trató de cubrirse los costados con ambos brazos, girando en la cama, riendo y tratando de rogarle que parase. Todo aquello era inútil, las manos del león eran mucho más grandes y fuertes que las suyas, además de ser expertas en muchos años de cosquillas por sorpresa.

Finalmente el león se detuvo, permitiéndole coger aire de nuevo. Se miraron a los ojos, aquellos ojos ámbar que lo habían valido todo y aquellos ojos verdes que estaban cansados de ver mañanas grises y camas vacías.

- No debiste dejar tu trabajo. ¿Por qué lo hiciste? – murmuró Fer, de forma calmada.

El rostro del lobo se tornó en una fría máscara triste. La línea de sus labios calló hacia abajo, al tiempo que giraba la cabeza, evitando la mirada del león.

- Cállate, no quiero hablar de eso. – dijo, todo lo fríamente que sabía hablarle a Fer.

- Pero es importante.

- Ya nada es importante.

- Tú eres importante.

Silencio.

La mirada ámbar de él estaba fija en el lobo. La mirada verde de Nathan estaba fija en algún punto del infinito, a su derecha.

- No quiero seguir a solas.

Una nota de preocupación se formó en los ojos del león.

- No hagas ninguna tontería…

- No voy a seguir luchando. – dijo Nathan, de forma rotunda.

- ¿Ni siquiera lo harás por mí?

Se hizo el silencio de nuevo, Nathan miró por un instante la cara de su pareja. Aquellos ojos color miel que le suplicaban que no se rindiera, que siguiera peleándole a la vida un poco más.

Apretó los ojos, que comenzaban a humedecérsele. Tomó aire.

- No me pidas eso… - murmuró, con voz temblorosa.

- Por favor…

Fer se inclinó sobre su pareja, acomodando ambas manos sobre los hombros del lobo.

- Tan sólo… deja que me rinda, deja que se acabe todo.

- No puedes rendirte ahora, continúa… continuemos juntos…

Nathan se mordió el labio inferior, dejando que una lágrima se derramase por su mejilla. Fer le estaba pidiendo que escogiera el sendero difícil. El sendero sin él, vivir cada mañana la vida de dos personas siendo uno solo. Cargar con lo que quedaba de su vida a cuestas, con la certeza de que todo lo bueno había pasado ya y lo que quedaba ahora era poco más que un sucedáneo. Vida en polvo, tonos de gris, luces de la calle y oscuridad para su corazón.

- Te amo, esté donde esté – Murmuró el león, con la más tierna de sus sonrisas.



Un incómodo rayo de sol se colaba a través de los grandes ventanales del salón, iluminando de forma muy inoportuna el sofá donde se encontraba.

Despertó de forma dolorosa, sintiendo como aquel astro traicionero le cegaba de forma cruel. Se giró hasta quedar boca arriba en el sofá, todavía con los ojos cerrados, y suspiró. Aquella frase todavía resonaba en su cabeza.

Tomó aire, le echó huevos y se dobló sobre sí mismo, incorporándose en el sofá y poniéndose de pié.

Las prendas de ropa – había dormido vestido – fueron cayendo desperdigadas por el suelo de camino al cuarto de baño. Desde fuera se escuchó el sonido del agua cayendo y una maldición en forma de gruñido. El maldito grifo seguía sin comprender el término medio entre dos temperaturas absurdas.

Salió del cuarto de baño, todo lo seco que podía estar un pelaje que se empeñaba en retener el agua. Se dirigió hacia la habitación.

Abrió la puerta con un cuidado ceremonial y la contempló sin entrar en ella. Todo seguía igual, la cama deshecha y desordenada, sus camisas tendidas sobre una silla, dos pantalones de Fer en un rincón, junto a la cortina.

La sala estaba sumida en la penumbra, pero Nathan no encendió las luces. Le pareció sentir algo extraño en aquel lugar. Escuchó un suave suspiro y percibió el inconfundible olor de Nathan.

Por un momento le pareció verle allí, acurrucado en la cama. Dormido plácidamente en el lado de la cama de Nathan, porque le encantaba invadir su mitad de la cama mientras dormía. Durante los días en los que Fer no tenía que trabajar, el lobo se levantaba tratando de no despertarle para que se quedara durmiendo hasta tarde. De modo que se despedía de él desde el marco de la puerta de la habitación, contemplando en silencio cómo dormía, antes de marcharse camino a la editorial.

Pero no era verdad. La forma que se distinguía en su lado de la cama no era su pareja. Eran sábanas y una manta arrugadas. El suspiro que escuchó había sido el suyo propio, y el olor probablemente provendría de algún lugar de la habitación. De alguna prenda de ropa que Fer dejaría tirada por ahí, desoyendo las amenazas del lobo, o tal vez era fruto de la soledad de Nathan, o de que se estaba volviendo loco – Una buena prueba de ello era el hecho de que, habiendo abandonado su trabajo, se había despertado a las siete de la mañana para contemplar la habitación de su apartamento –.

Tomó aire, le echó huevos, y entró en la habitación. Tomó su ropa lo más rápido que pudo, evitando detenerse a mirar el resto de las cosas de aquel lugar. Salió con las prendas en la mano y fue al baño para vestirse.

Puso la cafetera en el fuego y se apoyó contra la encimera para ponerse los calcetines. Sumido de nuevo en sus pensamientos.

- ¿Dónde dejaste el dinero para la gasolina?

Levantó las orejas, dispuesto a contestar a la voz que sonaba en el salón. Dejó caer los hombros, al darse cuenta una vez más, de que Fer no le estaba preguntando nada desde el salón.

Dejó escapar un gruñido de rabia. Aquello se había convertido en algo bastante desagradable y mucho más habitual de lo que a él le gustaría. Escuchaba su voz, llamándole desde alguna parte de la casa, susurrándole cosas cotidianas cuando iba a dormirse. Un par de días atrás se había descubierto respondiendo con un “Yo también te amo” a alguien que ahora solo existía en su cabeza.

Cuando llamaban por teléfono, su mente volaba libre, ideando historias fantásticas como “Seguro que llaman del hospital, porque intercambiaron las fichas de los pacientes y Fer…” o “Fer me está llamando, seguro que se olvidó algo en casa y necesita que se lo lleve”.

Había pensado muchas veces en contárselo a Sarah, buscar algo de apoyo en ella, pero le asustaba la idea de acabar sentado frente a un profesional, o que lo metieran en una sala acolchada.

Sobrellevaría su resquebrajada salud mental él solo. Además, aquellas voces todavía no le decían que matase a gente, no podían ser peligrosas. ¿Verdad? Ese era el plan, tendría esquizofrenia en privado y sería normal para los demás. ¿Qué podría salir mal?

El gorgojeo de la cafetera manchando toda la cocina bastó para sacarle de su trance, apagó el fuego apresuradamente y se sirvió una taza de café solo. Lo tomó de dos grandes tragos con una mueca de asco, para ver si la cafeína hacía su función y se espabilaba de una buena vez.

Salió de la cocina, cerró la puerta de su habitación, que había quedado entreabierta y se dirigió hacia la calle.


Nathan se metió las manos en los bolsillos de su abrigo, sintiendo como cada vez el mundo exterior le parecía más grande y más extraño. Caminó así, invadido por esa sensación de artificialidad.

Todo estaba bien, todo era exactamente igual que como cada mañana. ¿Qué era lo que fallaba? Fer había muerto y el mundo seguía exactamente igual.

Se hizo a un lado para dejar pasar a una pareja que caminaba cogida por el brazo, ella y él, hablando animadamente. Nathan se quedó mirando cómo se alejaban, sin saber muy bien qué sentía.

Él nunca pudo caminar por la calle de la mano de Fer. Eso le mata por dentro. Continuó su camino adelantando por la izquierda a una anciana que vivía la vida a su propia velocidad, si es que a aquello se le podía llamar velocidad.

Torció la esquina a la derecha, en esa misma esquina a pié de calle, el señor McNeil descargaba peras de una camioneta mientras la señora McNeil las colocaba en la entrada de la frutería, ultimando los detalles de una nueva jornada de trabajo.

Apretó la mandíbula al ver la sonrisa de la señora McNeil cuando mira a su esposo. ¿Por qué son todos tan hipócritas? Apenas hace dos semanas que Fer se murió… y nadie se ha enterado siquiera.

El mundo sigue igual, no hay banderas a media asta, no hay noticia en la televisión. Nadie grabará un biopic sobre la apasionante vida de Fernand Anderson.

Además. ¿Por qué tuvo que ser él? Se trataba de un atraco, podría haber escogido a cualquier persona. ¿Por qué no le disparó a la muchacha a la que acaba de ceder el paso hace apenas diez minutos? Hay muchas chicas, él seguro que podría haber rehecho su vida. ¿Por qué no decidió atracar a la anciana que vive la vida a su propia velocidad? Es decir… de todas formas, ella había vivido ya una vida larga y feliz.

Un grupo de niños vestidos de uniforme se cruzaron en su camino en dirección contraria, riendo y conversando de camino al colegio. Él se los quedó mirando y apretó los dientes, dándose cuenta de cuánto los odia.

Los odia porque están vivos, ellos están vivos y Fer está muerto y eso no es justo. Los odia porque son felices, porque ríen y porque tienen un futuro. Él no es feliz, ni ríe, ni tiene un futuro.

Todo sigue igual, es injusto.

Continuó su camino calle abajo, rumiando sus pensamientos hasta que alcanzó un taller de reparación de coches. Entró por el gran portón de hierro que daba acceso a los vehículos.

Un perro, mediana edad, rechoncho, cubierto de grasa, le dió la bienvenida. Se frotó la mano contra el muslo antes de estrechársela, a Nathan esto no le hace ninguna gracia.

- Venía por ese coche marrón que tienen ahí.

El mecánico comenzó a explicarle qué es lo que habían encontrado dentro del capó, instantáneamente Nathan trasladó su mente a algún lugar lejos de la mecánica automovilística, por el bien de su interlocutor.

En lugar de eso, mira por encima del hombro, más allá, en lo que parece ser la oficina del taller, una joven conversa con uno de los mecánicos.

Levanta una ceja mientras asiente a la conversación que no está escuchando. Por la postura de esa chica, está flirteando. Por su sonrisa, no es la primera vez que lo hace y por el balanceo de la cola del gato con el que conversa deduce que aquella conversación terminará en una cama.

Por la forma de vestir no parecía encajar en aquel lugar, estaba bastante seguro que de no era una empleada, pero tampoco parecía un cliente.

- ¿Qué le parece a usted? – le dijo el mecánico, dándole una palmada en el hombro con una sonrisa.

“me parece que si vuelves a tocarme tendrás que aprender a atornillar con la otra mano”

- Qué quiere que le diga… todo esto escapa a mi conocimiento. – dijo, encogiéndose de hombros.

El perro contestó con una sonora carcajada mientras aquella chica se acercaba a ellos. Cruzando el taller, entre operarios que se afanaban en hacer su trabajo y ajetreo de herramientas.

- Papá, Diego y yo nos marchamos ya.

- ¿Qué? Dile que no pienso dejar que salga de aquí hasta que no acabe con lo que tiene ahora.

- Se podrá a ello cuando…

- Cuando yo lo diga, Ese coche debería haber salido del taller ayer a primera hora.

La joven dio media vuelta sin dejar que su padre acabara de hablar. El mecánico miró a Nathan con un resoplido, como si esperase un comentario por su parte.

- No hay quien meta en vereda a los jóvenes de hoy en día.

- Una edad difícil, supongo…

- En fin… volviendo a lo suyo…

- No tengo ninguna prisa, a decir verdad. Cuando lo tenga llámeme y enviaré a una chica para recogerlo.

El mecánico mostró una sonrisa maquinadora.

- Bueno… si la chica es guapa, puede enviarla por aquí aunque no tengamos listo el coche – comentó, levantando las cejas.

Nathan ignoró el comentario, nuevamente, por el bien de su interlocutor.

De hecho, no sabía muy bien por qué estaba haciendo aquello. Aquel tipo era un completo imbécil. El coche estaba en ese taller desde antes del incidente con Fer. Él no tenía licencia de conducir, pero aún así, algo en su interior quería tener ese coche aparcado frente a la puerta de casa. Porque poder sentarse en el asiento del copiloto, aún con el coche aparcado, era como recuperar una pequeña parte de lo que era vivir con Fer.

- Si todo va bien deberíamos…

- ¿Puedo preguntarle algo?

- Eh… ¿Sí?

- ¿Dónde está su esposa?

El mecánico levantó una ceja, extrañado.

- Estamos divorciados. ¿Por qué te interesa chico?

- Hace poco que soy viudo.

Una mueca de fastidio se formó en el rostro del tipo con el que estaba conversando.

- Joder, eres joven, eso es mala cosa. – le dijo, dándole otra palmada en la espalda. – Que te sea leve, muchacho.

Nathan se alejó un poco, dando por terminada la conversación. Se despidió del mecánico fríamente y abandonó el taller por donde había venido.

Comenzó a desandar lo caminado. Su casa no quedaba lejos. Sentía que era su responsabilidad presentarse allí para ver el estado del vehículo. Era algo a lo que Fer le tenía mucho cariño.

Ahora se arrepentía de haber salido de casa, se arrepentía de haberse arreglado. Ni siquiera debería haber despertado aquella mañana.

Era mucho más feliz en sueños, donde podía reunirse con aquella parte de él mismo que le faltaba durante el resto del tiempo.

Le llevó la mitad de tiempo la vuelta que la ida, caminando a paso ligero con las orejas echadas hacia atrás. No debía haber salido. En ese momento tan sólo quería volver a casa y pasar el resto de la mañana a solas con sus sentimientos.

Cerró la puerta con llave, dejó su chaqueta en el perchero de la entrada. Se quitó los zapatos con los talones y los dejó en el pasillo para dejarse caer sobre el sofá en el que había dormido.

Se acurrucó, doblado hacia adelante, abrazándose a sí mismo, sintiendo como un amargo sentimiento ardía en su interior. Apretó los dientes hasta que le dolieron. Aplastó su mejilla contra su hombro, buscando refugio en sí mismo, mientras sus ojos iban desbordándose de su propia rabia.

Dejó escapar un gruñido que sonó a lágrimas y a resentimiento. Los odiaba a todos, a todos y cada uno, por seguir vivos.

Aquella sensación le quemaba por dentro tanto o más que la propia pérdida. Apretó los ojos, dejando que aquel llanto de dolor y furia brotara de su garganta y empapara sus mejillas.

“Que te sea leve, muchacho”

- Hijo de puta…

Luces de la calle IV

Cuatro estampidos resonaron con fuerza entre sus sueños. Cuatro, los tres primeros muy deprisa y luego un cuarto.

Se incorporó de pronto, peleando con las sábanas, respiración agitada, pupilas contraídas en la oscuridad, sudor frío recorriéndole la frente. Se quedó inmóvil por un instante, con los codos sobre las rodillas, tratando de contener su respiración.

Se dejó caer hacia atrás pesadamente. A su alrededor no veía absolutamente nada. Vagos contornos oscuros, mientras sus ojos trataban de acostumbrarse a la penumbra de la noche.

Cayó de nuevo sobre el colchón, de lado. Se acurrucó con un suspiro. Aquella noche tampoco había vuelto a soñar con él, eso le hacía sentir bastante triste. Deseaba almenos poder saber cuándo volvería a verle, aunque fuera en esos sueños caprichosos.

Cerró los ojos, tratando de volver a dormirse. Quien sabe, tal vez si se dormía todavía podía soñar con Fer. Todavía podía estar con él, abrazarle y decirle cuanto le echaba de menos.

Un crujido misterioso le hizo estremecerse, de repente, toda la zona de la habitación que había a su espalda dejó de antojársele segura. Un segundo crujido de maderas rozando en la noche. Un escalofrío recorrió su espalda, al tiempo que se daba la vuelta, inquieto.

Miró a su alrededor. La negrura ya no era tan negra, y la penumbra ahora dejaba entrever las siluetas de los elementos de la habitación. La mortecina luz que brindaba la ventana bañaba la estancia con un color indefinido, proyectando un centenar de sombras sobre las paredes y sobre el mobiliario.

Se encogió de hombros, intranquilo. Apretó los ojos. Estaba en la misma habitación en la que había pasado sus últimos siete años. La misma, todo seguía en su sitio, incluso las camisas sucias de Fer – Esas que acostumbraba a colgar en el respaldo de la silla, cosa que cabreaba profundamente a Nathan-.
Pero ahora era distinta, era oscura y siniestra. Las sombras de las corbatas colgadas en el perchero eran dedos estirados hacia él. El crujido de los viejos muebles eran los pasos de alguna criatura maligna que trataba de comérselo.

No, una criatura maligna no. En la mente de Nathan, era una rata con un chaleco mugriento y una pistola.

Trató de relajarse. No había nadie en su habitación, a pesar de que se sintiese observado. Los muebles crujían al contraerse por el cambio de temperatura, y el suave arrullo de fondo no era más que los coches recorriendo a toda velocidad la avenida.

De repente, todos los demás sonidos palidecieron, para dejar paso a una risa, alejada, tenue, totalmente aterradora. Su corazón se detuvo por un instante, antes de que su mente le recordara que vivía en un bloque de apartamentos, que alguien en el piso de arriba podía estar viendo cualquier programa de comedia.

Se acurrucó, abrazándose a sí mismo, dejando que las sábanas cubrieran parte de su rostro. Apretó los ojos, sintiendo como su respiración se aceleraba. Notaba una presencia a su espalda. No había pasos, no había ningún olor extraño, pero la presencia seguía allí.

Se encogió de hombros, obligándose a sí mismo a no mirar, tenía que ser valiente y afrontar esos miedos infantiles. Afrontarlos, porque ya tenía veintisiete años y era mayorcito para andar asustado por la oscuridad.

Salió de su escondite de sábanas y se abalanzó sobre el borde de la cama que le quedaba más cerca. Alargó la mano, palpando desesperadamente el interruptor de la luz, como si su vida dependiera de ello.

Una luz blanca, cegadora, intensísima, le golpeó, como castigo por su cobardía. Se quedó tirado de costado, cubriéndose la cara como pudo, con las sábanas. Se sentía profundamente avergonzado.

Sintió como una creciente necesidad de llorar se agolpaba en el fondo de su garganta. ¿Cómo había caído tan bajo?. No había tenido miedo a la oscuridad desde que era apenas un cachorro, y ahora…
Agradecía profundamente que no hubiera nadie allí para mirarle.

Permaneció un buen rato inmóvil, regañándose a sí mismo, por ser cobarde, por comportarse como un niño, por no soñar con Fer, por haber caído tan bajo. No sabía explicar porqué, pero esa habitación, que siempre había significado comodidad, calor, ternura, ahora le daba miedo.

Se levantó pesadamente, cogió la sábana por una de sus esquinas y se puso en pié. Orejas caídas, mirada vacía, la misma expresión de cadáver de siempre. Caminó arrastrándo su sábana hasta cruzar la puerta. La cerró tras él, sellando el dormitorio, y caminó hasta el centro del salón.

Miró a su alrededor, como si estuviera entre las calles de una ciudad extranjera, hasta encontrar el sofá que estaba buscando. Se dejó caer en él, con un leve quejido. Se envolvió con las sábanas, realmente no hacía tanto frío, pero le hacían sentirse protegido.

Se envolvió con ellas y se quedó mirando el resto del salón. El brazo del sofá, que hacía ahora de almohada, era lo suficiente cómodo como para que pudiera dormir sobre él.
Solo había dormido en aquel sofá una vez antes que esta.

Se había peleado con Fer, no sabía por qué, pero recuerda que en ese momento le parecía algo muy serio. Tomó una manta y se acostó en el sofá, jurándose a sí mismo que no le hablaría a ese león cabezota hasta que él se disculpase primero.

Al despertar a la mañana siguiente, Fer estaba junto a él. No podía dormir sin su lobo, de modo que había tomado la almohada de la cama y se había acostado directamente sobre la alfombra del salón, a los pies del sofá donde estaba durmiendo Nathan.

Recuerda que al verlo dormido allí se le quitaron las ganas de no hablarle, las ganas de pelear, y que el motivo por el que lo hicieron en un primer momento no le pareció algo tan serio.

Entreabrió los ojos, el sofá en el que estaba se encontraba junto a los enormes ventanales del salón. Desde donde estaba podía ver la calle. Los coches pasaban de vez en cuando, precedidos la luz amarillenta de los faros que reflejaban en los cristales pulidos de la oficina de enfrente. La luz proyectaba unos reflejos espectrales que cruzaban el techo del salón.

Estaba lo suficientemente cansado como para no querer reflexionar sobre el aspecto que tenía el salón ahora. A pesar de que se había ido a la cama bastante pronto. Aquel lugar era distinto, no sabía porqué, pero su salón, con los reflejos de las luces de la calle, no daba tanto miedo.



Día 11: Últimamente me he dado cuenta de que no puedo dormir en mi antigua habitación con fer. Me avergüenza admitirlo, pero es cierto. No se por qué, pero me aterra. No puedo seguir durmiendo en esa cama.

Cerró su diario y lo dejó junto al escritorio. Apuró su café de un largo trago. Hizo una mueca de asco, nunca le había gustado el café solo, pero Fer solía prepararlo para lo dos. Ahora lo tomaba porque necesitaba despertarse y, quien sabe, tal vez el amargo del café frío y el amargo de su soledad se encontraban en algún punto de su intestino y se hacían compañía.
Recogió todos los papeles que había preparado aquella mañana. Los puso en la cartera que usaba para guardar las cosas del trabajo, se ajustó el nudo de la corbata, tomó aire y salió de casa.
La mañana era fría, de las que le gustaban. Eso le hizo sonreír un poco, aunque la calle había dejado de gustarle.

Ahora le parecía amenazadora. No la calle por la que caminaba ahora, que estaba vacía de coches y de viandantes, a pesar de que él se sintiera observado, sino todas las calles.
Prefería mucho más estar en casa, acariciar las camisas de Fer, preparar café, invitar a su tristeza a un café, al decirle que no, beberse toda la cafetera él y luego tener dolor de tripa, además del dolor que tenía de propio en el pecho.

El camino que había recorrido tantas mañanas se le hizo casi igual de monótono. Mañana tras mañana tomaba siempre la misma ruta, absorto en sus pensamientos, hasta llegar a aquel edificio antiguo por fuera y reformado por dentro.

No tenía ningunas ganas de entrar, pero en cuanto había caído en la cuenta habían pasado ya diez dias y debía dar explicaciones.

La recepcionista le conoció al instante. Al verle entrar por la puerta, dejó lo que estaba haciendo y tomó el teléfono que tenía sobre la mesa.

- Señor Smith, Garrison le ha estado buscando.

La joven chica contactó al director y le dijo que Nathan había llegado, el lobo no llegó a escuchar la respuesta del auricular, pero entendió el gesto de ella.

Tomó el ascensor hasta la tercera planta. Durante los últimos años había trabajado como editor y corrector en aquella pequeña empresa editorial, dirigiendo un pequeño grupo a su cargo. Era lo más parecido a ser escritor que había llegado a ser, trabajar viendo como los demás conseguian su sueño en su lugar. Fantástico.

Markus Garrison le esperó directamente a la salida del ascensor. Era un buen tipo, un tigre alto y fibrado, de aspecto bastante intimidante, pero con un interior afelpado como un peluche – Justo igual que Fer - .

Vestía unos pantalones de tela marrón y un chaleco de lana a juego con el que parecía tener algo de tripa.

Pensaba que le arrancaría la cara de un zarpazo, o que se lanzaría sobre él para devorarlo, en su mente se encogió en el sitio al verlo.

Pero él le recibió con una mirada amable.

- Nathan, hemos intentado localizarte durante toda esta semana. ¿Te ha ocurrido algo?

- No es nada, estoy bien…

- Deberías ponerte al día con los chicos… y tal vez cambiar de teléfono, porque no contestabas. Ven, pasa y hablaremos eso de…

El lobo le cortó con un gesto, mientras sacaba de entre sus cosas una carpeta delgada.

- No voy a continuar.

El tigre se echó ligeramente hacia atrás, sorprendido y preocupado.

- Dimito – volvió a decir Nathan.

- Smith… no tenemos a nadie para cubrir tu puesto.

- Lo siento mucho, pero no puedo continuar.

Garrison se acercó un poco más a él, agachando las orejas, con cautela.

- ¿Puedo… saber el motivo?

Nathan suspiró.

Porque su novio secreto había muerto, pero el que quería morirse era él. Pero el que ahora estaba enterrado con tres disparos era Fer. Pero el que sentía el dolor de los disparos era Nathan. Pero no se lo podía decir a nadie, porque nadie lo supo jamás. Por eso, por eso quería dejar el trabajo, para poder marcharse a su casa y morirse tranquilamente en el sofá, llorando su desgracia.

Tragó saliva.

- No, simplemente no voy a volver.

- Todavía faltan diez días para que se acabe el…

- Me da igual el dinero, renuncio a mi indemnización, está todo aquí.

Le dio la carpeta de plástico donde tenía todos sus documentos, más que dársela, la puso en sus manos.

El tigre trató de pensar algo para decirle, para convencerle de que no se marchase. Realmente era un individuo de peso dentro de aquella pequeña jerarquía. Cuando abrió la boca para decir algo, Nathan ya había dado media vuelta, cabizbajo, con la cola caída y las orejas agachadas.

Se marchó sin dar más explicaciones, no quería alargar aquello. Salió del edificio con la misma rapidez con la que había entrado.

Se dedicó a deambular sin rumbo durante un rato, hasta entrar en el parque que había un par de manzanas mas allá del lugar en el que trabajaba.

Una vez allí, rodeado por los árboles y el frío, se dejó caer pesadamente en uno de los bancos de madera, que rechinó al recibirlo. Ahora mismo no le preocupaban las facturas ni el dinero que necesitaría para comer, ni qué ocurría si enfermaba. Todo aquello corría ahora en un segundo plano.

Miró a algún punto en el infinito. Sentía que había cometido el error más grande de su vida, probablemente lo hubiera hecho. Necesitaba alquien junto al que poder llorar hasta que se hiciera de día de nuevo.

Pero esa persona no existía.

Tenía a Sarah. Pero no se atrevía, siempre la vió como la buena amiga de su novio, aunque ahora cuidara de él – Porque él jamás se lo pidió – no la sentía realmente cercana.

Recordaba cuando era cachorro, sus padres siempre estuvieron ahí. Siempre tuvo quien le abrazara cuando las cosas iban mal.

Pero ahora su madre no estaba aquí. La relación con sus padres se deterioró mucho cuando él descubrió su sexualidad. Nunca pretendió decepcionarles, pero su padre opinaba distinto.

En una de tantas peleas Padre/hijo, uno de ellos dio un portazo, y el otro tomó un autobús camino a la capital.

Allí conoció a un león rudo y fuerte por fuera pero tierno y adorable por dentro, que guardaba su inocencia y su opinión sobre el amor para sí mismo, muy hondo.

Años después sucedió lo que estaba escrito. Aquella locura de marcharse de casa de sus padres sin motivo aparente, para vivir con un compañero de piso, un lobo, no fue idea de Fernand, aunque nunca puso objeciones.

Sus padres jamás supieron la verdad, incluso a día de hoy.

Se preguntó si ellos lo sabían. Debían de saber que había muerto, por supuesto, pero jamás supieron sobre la historia de amor que mantuvieron en secreto para el resto del mundo.

Deseaba poder visitarlos, decirles que estuvo allí, que eran más que simples compañeros. Decirles que ellos habían perdido a un hijo, pero que él tambien había perdido cosas, su vida, y la de su amante.

Sacudió la cabeza, tratando de librarse de todos esos pensamientos. Imaginó la escena, la vergüenza y la decepción de aquellos padres cuando se presentara en casa un lobo, patético como sólo Nathan sabía serlo.

Suspiró.

No, sus padres nunca sabrían acerca de aquello que los unió.

Pero entonces. ¿No podía compartir su pena con nadie? ¿No había nadie en la tierra que pudiera escuchar su historia, conmoverse con su mismo dolor?


Bajó la mirada al suelo, sintiéndose más solo y frío que nunca.

Luces de la calle III

Día 10: Anoche volví a soñar con él, no se porqué pero, de vez en cuando, él aparece en mis sueños. Aparece y me abraza, y dejo de tener miedo. 


Nathan cargó las bolsas del coche de Sara y entró en el edificio. Habían aprovechado la mañana para salir a comprar comida. El lobo no quería volver al supermercado que había al lado de casa, donde ocurrió todo, de modo que tuvieron que tomar el coche y dirigirse a otro que se encontraba en el otro extremo de la ciudad.

Subieron en el ascensor en un riguroso silencio. Sarah se quedó mirándole a los ojos. Nathan estaba callado, absorto, con los ojos entreabiertos mirando algo en la hebilla del cinturón de su compañera.

Ladeó la cabeza, sumida también en sus pensamientos, cuando de pronto el aparato se detuvo en la planta correspondiente. Ella salió al rellano en primer lugar, para encontrarse con tres individuos frente a la puerta de casa.

Un doberman alto y delgado, de brazos fuertes, un pastor alemán al que el pelaje del cuello le sobresalía por encima de la camisa azul y una vixen de pelaje níveo y estatura media. Todos ellos vestían el uniforme reglamentario de agente de la ley.

Sarah se mordió el labio inferior, aquella mañana se iba a complicar algo más de lo que habían planeado. Comenzó a avanzar hacia ellos mientras rebuscaba en su bolsillo las llaves de la puerta.

El tipo alto y delgado se giró hacia la loba, con cara de haber tenido una mañana complicada.

- ¿Nathan Smith? – Dijo, al parecer, de la manera más tajante y maleducada que pudo.

Nathan simplemente asintió en silencio, sin comprender del todo lo que estaba ocurriendo.

- Tenemos que hacerle unas preguntas. ¿Podemos pasar adentro?

Aquello sonó más como una orden que como una amable sugerencia. El lobo dejó escapar un pesado suspiro, no quería más problemas. Había planeado volver a casa, guardar la compra, fingir una sonrisa y decirle a Sarah que se encontraba bien para que le dejase a solas. Cambio de acontecimientos, cuando menos fuerzas le quedaban para atender al resto del mundo.

Sarah se apresuró a abrir la puerta con su copia de las llaves. Los agentes entraron primero sin darles espacio para que limpiaran el desorden. La loba dejó sus cosas en la cocina y tomó las de Nathan para que éste atendiera a los hombres que esperaban con impaciencia en el salón.

Avanzó entre ellos, con la sensación de que sus miradas le atravesaban en un fuego cruzado mortal.

Se sentó en la silla, sintiéndose más pequeño que nunca, con las manos apoyadas sobre los muslos. Sus orejas estaban caídas hacia atrás, no tanto por el miedo – que tenía más que de sobra – como por la falta de fuerzas para levantarlas y fingir que todavía le quedaba algún motivo por el que sonreír.

- Nathaniel Smith. ¿Ese es su verdadero nombre, cierto?

Nathan asintió sin mostrar ninguna expresión, no recordaba haber falseado su nombre para asaltar la Reserva Federal, de modo que debía de ser cierto.

- Soy el Comisario Harrison. Tenemos que hacerle unas preguntas sobre el asesinato de Fernand Anderson, su compañero de piso. – Dijo apoyando las manos sobre la mesa, todavía de pié.

Aquella frase preprogramada, como de contestador informatizado, retumbó en la cabeza del lobo. Cerró los ojos y suspiró. Sintiendo que aquellas personas no habían venido más que a hurgar en aquella herida. Tragó saliva.

- ¿Es necesario? Quiero decir… ¿No puede ser en otro momento?

- Me temo que no. Han pasado diez días desde el altercado. Debe prestar declaración de una vez.

Miró de reojo por la ventana, la luz del mediodía iluminaba parte de la mesa, a su derecha, la joven vixen estaba sentada a pocos metros de él, con una libreta y una pluma. El tercer agente estaba sentado en el sillón que acostumbraba a ocupar Fer, cuando veía la televisión, mientras observaba curioso las estanterías y la decoración junto a él.

- En el hospital usted declaró que salió de comprar a las veinte horas y fueron asaltados por un individuo con un arma de fuego.

- Ahá…

- Luego forcejearon y el individuo realizó tres disparos contra el pecho del señor Fernand.

- Fueron cuatro disparos… uno falló.

Todavía hoy se despierta por las noches cuando su mente cruel le hace oír de nuevo el sonido de esos cuatro disparos en sueños.

La agente tomaba nota de la conversación en silencio, mientras aquel doberman le atravesaba con la mirada.

No había cuerdas en aquella habitación, pero Nathan podía sentirlas mordiendo sus muñecas, entrelazadas contra el respaldo de la silla. Tampoco había un gran foco contra su cara, deslumbrándole e impidiéndole mirar a la cara a sus interrogadores, pero él no lo necesitaba para no poder alzar la mirada de la mesa.

- Necesitamos una descripción clara del individuo que disparó contra Fernand Anderson.

Cerró los ojos, sintiendo como se le encogía el pecho, guardó silencio por unos segundos.

- ¿ Lo recuerda o no? – dijo el comisario, mientras su paciencia se agotaba por momentos.

No hubo bofetada, de las que te lanzan hacia atrás, con silla incluida, pero Nathan la sintió igualmente. ¿Cómo olvidar aquel rostro? Aquellos ojos enrojecidos por el humo y los vapores de lo que quisiera que hubiera consumido ese miserable. Ese pelaje sucio de meses y ese Piercing que por falta de higiene presentaba un aspecto infecto y que pedía a gritos un médico.

- No quiero hablar sobre ello.

Empleó todas las fuerzas que le quedaban para pasar el día en pensar aquella frase, y utilizó todo el arrojo y el valor que le quedaba para el resto del mes en pronunciarla sin echarse a llorar, aunque con voz temblorosa.

El comisario se encaró hacia él de una forma cada vez más amenazadora. Nathan se encogió sobre su silla. Había visto muchas películas de gángsters y ese era el momento en el que el villano sacaba de entre sus cosas una navaja, un cuchillo o unas tenazas, y él empezaba a perder partes pequeñas del cuerpo.

- Nathan, no tengo toda la mañana, haz el favor de cooperar con nosotros.

- No quiero hacer esto…

- ¿Quieres llamar a tu abogado para declarar? – El doberman alzó una ceja, dudando entre tratar de hacer que entrara en razón o ir directamente a la cocina a por algo afilado y hacer realidad los temores de aquel lobo que se empeñaba en no decir nada.

Optó por lo primero porque, además de que su placa estaba en juego, interrogar con violencia no era su estilo. A pesar del mal humor de aquella mañana y las crecientes ganas de asesinar, él era un agente de la ley, uno bienintencionado.

Sólo quería arrojar luz sobre el asunto de un tipo tiroteado en el aparcamiento de un supermercado y el misterio de su compañero de piso, que se negaba a hablar del tema y miraba a la mesa con los ojos llenos de lágrimas.

- Si lo prefieres podemos traer a un abogado de oficio – Volvió a decir, fingiendo calma.

Estupendo, una cuarta persona en el interrogatorio, para ver y dar crédito de cómo le golpeaban – Emocionalmente hablando- tres agentes más fuertes que él. Eso era lo que necesitaba.

- Simplemente no quiero hablar.

- Pero Nathan, si no nos ayudas, no podremos atrapar al asesino de tu amigo…

Se preguntó si esa recién estrenada actitud de buen policía, de luchador por la justicia, la habría aprendido en la academia, o tal vez era algo que usaba para llevarse a la cama a viudas dolidas de los casos que le asignaban.

Miró más allá del doberman, en la entrada de la cocina, al final del salón, Sarah le observaba apoyada sobre el marco de la puerta.

La mirada de Sarah le dio el empuje que necesitaba. Se puso en pié, se encaró al comisario con los dientes apretados y los ojos llenos de lágrimas. Blandiendo en una mano la rabia de su novio muerto y en la otra el odio anti sistema que no desempolvaba desde su adolescencia.

- Es que no quiero que andeis buscando al asesino, porque no le encontraréis jamás. Y aunque dierais con él. ¿De qué servirá? ¿Me devolverá eso a Fer? ¿Eh, lo hará?
Prácticamente le gritó esas palabras a la cara al comisario y luego se desplomó hacia atrás, cayendo de nuevo en su asiento. Estupefacto, sin saber de dónde había sacado la fuerza para decirle eso.

A juzgar por los dientes que aún conservaba, Harrison tenía más paciencia de lo que aparentaba. El doberman le miró, dando a entender que aquel numerito no le hacía ni pizca de gracia.

- Pasando por alto que entorpecer una investigación es un delito bastante serio. Nathaniel Smith, eres el principal sospechoso del asesinato de Fernand Anderson. ¿Lo sabes?

Tocado y hundido, aquella frase golpeó a Nathan, destrozando la poca entereza que le quedaba. Apretó los ojos con todas sus fuerzas, mientras una lágrima traidora escapaba para recorrer sus mejillas.

Ya solo quería que aquellos agentes le dejasen a solas. La vida –Más bien la muerte- le había hecho ya suficiente daño como para que tres personas irrumpiesen en su casa.

“Si, Fer está muerto, muerto, y no volverá. Y cuida de no olvidar contarnos ningún detalle, por mortificante que resulte, porque solo tú le viste, así que lo más probable es que acabes en la cárcel por esto.”

Sarah llamó al comisario con un “Chist” y le hizo un gesto para que se acercara. Harrison giró sobre sus talones y caminó hacia la loba. Entró en la cocina, con la esperanza de que aquella chica se mostrara un poco más comunicativa.

- Disculpe a Nathan… lo está pasando muy mal últimamente.

- Debe comprender que tenemos que hacer nuestro trabajo, como no se decida a colaborar tendrá un problema.

- Lo comprendo, y estoy seguro de que él también lo comprende… pero se encuentra muy afectado por lo que ha ocurrido…

El rostro de Harrison seguía mostrando la misma dureza y malhumor que mostraba en la sala contigua. Se miraron en silencio. Sarah le suplicaba con la mirada un poco de clemencia.

- Yo también he perdido buenos amigos, muchos de ellos han muerto frente a mí, o directamente entre mis brazos, no lo acepto como excusa.

- Fernand no era su amigo.

El doberman alzó las orejas y frunció el ceño.

- ¿Cómo?

- No eran compañeros de piso… ellos… - Sarah miró por la puerta, asegurándose de que el lobo no podía escucharle desde allí. – ellos eran amantes.

- ¿A qué se refiere? ¿Ellos dos…?

Sarah asintió con la cabeza.

La Vixen uniformada le había convencido de una forma dulce y gentil de que debía colaborar. Nathan se sentía vulnerado y humillado en lo más íntimo. Pero comenzó a hablar entre lágrimas sobre la pinta del asesino.

- ¿Usted tiene esposa, comisario?

- Ahá.

- Entonces supongo que se hace a la idea.

El doberman hizo una mueca, en parte de asco, al imaginarse al lobo haciendo dios sabe qué cosas con otro hombre, y en parte de puro fastidio.

- ¿Y por qué diablos no me lo dijeron en primer lugar?

- Él no quiere que lo sepa, nadie mas que yo lo sabe. Por favor, usted…

Harrison dejó escapar un bufido.

- Si si si lo que usted quiera.

La vixen se puso en pié mientras le decía algo a Nathan que ninguno de los demás alcanzó a escuchar.

Le hizo un gesto al comisario, ya tenían lo que necesitaban.


Ni una disculpa, ni un “Adios, que tengan un buen día”. Los tres agentes se marcharon con la misma frialdad y presteza con la que habían entrado en casa.

Nathan permaneció en la misma silla, inmóvil, totalmente ajeno a Sarah, que avanzaba hacia él, tratando de escoger las palabras mas cálidas.

Se quedó en silencio, a una distancia prudente. El lobo tenia la cabeza ladeada, viendo sin mirar a través del cristal de la ventana, contemplando afuera, las luces de la calle. Dos lágrimas corrían, ahora libres, por sus mejillas, humedeciendo su pelaje.

Ningún sonido, ningún sollozo, ningún suspiro de tristeza. Nada. Simplemente dos lágrimas recorriendo un cascarón de piedra hueco.

Sus ojos se movian levemente, alternando entre los distintos elementos que podía ver a través de la ventana, los coches, la gente. Los brillantes paneles acristalados del edificio de oficinas de enfrente proyectaban un destello cegador sobre el salón de la casa, cuando las nubes se despejaban lo suficiente.

No podía saber que clase de cosas rondaban su mente en ese momento. Se hacía una idea del tipo de sentimientos que anidaban en ese corazón de lobo herido, pero su mente… Su mente era un misterio.

El creciente silencio en la sala se le clavaba en la espalda, como impulsándole a moverse. “Vamos Sarah, haz algo” Pero ¿Qué hacer en una situación como ésta? ¿Se acercaba y le abrazaba? ¿Buscaba en su arsenal de palabras tiernas algunas que le hicieran sentirse mejor? ¿Se marchaba sin decir nada, para evitarle el mal trago de verlo llorar?

Trató de acercarse un poco más, hasta que el lobo la localizó en la periferia de su mirada. Giró bruscamente la cabeza, saliendo de su trance, ocultando su rostro.
- Por favor Sarah, márchate.

La loba se detuvo en seco, Aquella frase no sonaba enfadada, ni triste. A decir verdad, no sonaba a absolutamente nada. Era una petición fría, estéril, proveniente de alguien que ya no tenía fuerzas para expresar a los demás cómo de mal se sentía.

- Por favor, quiero estar solo.

Dejó escapar un suspiro. Él había elegido la tercera opción en su lugar. Dijo un “Adios, Hasta mañana” que nadie oyó y se marchó, tomando su móvil y su cartera de la mesa que había en la entrada de casa.

Quería estar solo… Quería estar solo… Por supuesto que no quería estar solo. Nathan no quería por nada del mundo estar solo. Nathan quería miles de abrazos, cientos de palabras sacadas del arsenal de palabras tiernas. Quería llorar hasta que se le quedase la voz ronca, arrullado por unos brazos que le hicieran sentirse protegido. Quería que le llevaran en brazos a la cama, le desvistieran con cuidado y le hicieran el amor hasta dejar a un lado su tristeza.

La única persona a cargo de esas tareas estaba muerta, con tres disparos en el pecho.

Luces de la calle II

Día 8: Todo a mi lado se siente raro, irreal. La casa está demasiado vacía, los pequeños ruidos que hace en medio del silencio me ponen muy nervioso. Sarah me dijo que tratase de escribir un diario, que eso me ayudaría.

No está funcionando.

Anoche volví a soñar con él, es todo muy extraño.


Estaba tumbado en la cama de costado, los ojos cerrados, suspiró lentamente, una leve sonrisa se dibujaba al borde de su tristeza.

Fer estaba tumbado detrás de él, abrazándole. El león era tan grande en comparación con su pareja que más que abrazarle parecía cubrirle con su propio cuerpo.

Tomó una de las manos de su león entre las suyas. La abrazó contra su mejilla, mientras una lágrima resbalaba por su cara.

Aquella misma sonrisa dibujada en su rostro, sin saber qué sentir, ni qué decir.

Su aliento le reconfortaba, el latir de su corazón, a su espalda, marcaba el ritmo que él había perdido. No podía bailar la vida sin ese latir que le guiaba.

- Tenías razón… no debíamos pelearnos por esas tonterías.

- Shh… eso no importa ahora.

Unos labios le besaron con ternura el cuello, dejó escapar otro suspiro, hundido en las oscuras aguas de sus pensamientos.

- No quiero…

- Tienes que hacerlo, amor… - susurró contra su oreja, como un ronroneo cálido.

- No puedo seguir… la casa está tan sola… No quiero…

Apretó aquella mano contra él, como si no quisiera que nadie más se la arrebatase, no quería que le volvieran a quitar aquel latir de vida, su amado, su camino.

- Se fuerte, hazlo por mí.

Sintió que algo doloroso y grande se removía en su interior, acercándole de nuevo a la vida, se giró para poder besarle y despertó.

Contempló el techo de su habitación, inmóvil. El despertador sonaba de forma escandalosa en la mesita. Alguien llamaba a la puerta, haciendo sonar la desagradable chicharra que tenían por timbre.

Pero él no hizo nada, se quedó mirando cómo las luces de la calle iluminaban con una luz fría el techo de su habitación con el mismo rostro de cadáver vivo que había llevado puesto durante los siete días anteriores.

La puerta de entrada se abrió y seguidamente, también la de la habitación. Sarah entró con cuidado y le observó, con la misma expresión de cautela de siempre.

Sonrió, al ver que se encontraba despierto. Avanzó hasta la mesita y apagó el despertador, devolviéndole el silencio a la habitación.

- ¿Te encuentras bien?

Nathan tragó saliva.

- Tengo sueño.

La loba relajó sus hombros, metiendo sus manos en los bolsillos de sus vaqueros.

- Vamos, tenemos que darnos prisa, iré haciendo el desayuno mientras tú te preparas.


* * *


La ducha le golpeó con todo el frío y la crueldad de la que era capaz. El lobo se acurrucó contra los azulejos helados, en una esquina, dejando que el agua empapase su pelaje. Apretó los dientes, abrazándose a sí mismo.

No tenía ganas de discutir con el endiablado sistema de aquella grifería, que oscilaba entre la congelación y la cocción. Simplemente se encogió, abrazándose a sí mismo y dejó que el agua congelada cayera sobre su cuerpo, como reprochándole algo que él no acababa de percibir.

Al menos aquella acabó por espabilarle. Salió de la misma, tiritando, sin nadie que le envolviera con la toalla. Se secó, se marchó a la habitación de nuevo y se vistió, sin que nadie le ayudara a escoger una camisa adecuada.

Se puso una corbata incómoda y una americana de tela ligera y acompañó a Sarah durante el desayuno.

Nathan no se encontraba demasiado hablador aquella mañana, de modo que acabaron sus cafés y subieron al coche, de camino a la agencia.

La loba aparcó frente a la puerta, cosa excepcional, tratándose de una zona céntrica. Se apearon del vehículo y se internaron en el interior del fastuoso edificio.

Recorrieron pasillos y salas con oficinas compartimentadas, hasta que los sentaron en un pequeño cubículo, frente a un escritorio de madera antigua. Al otro lado, un tejón de unos cincuenta y tantos, tan cansado de su trabajo como lo estaba Nathan de vivir.

Sarah rebuscó en su bolso, mientras el tipo que los atendía apartaba varios papeles de encima del desordenadísimo escritorio.

- Venimos para reclamar la cuantía de un seguro de vida a nombre de Fernand Anderson.

- Necesitaré los documentos pertinentes.

Nathan se encogió de hombros, poniendo sus antebrazos entre sus piernas, todo aquello le resultaba demasiado embarazoso. Miró para otro lado, distrayéndose observando el antiguo material de oficina que había desperdigado por la mesa del escritorio.

La loba por su parte le entregó una carpeta de plástico, sin estar del todo segura de si era aquello lo que el tejón le estaba pidiendo.

- Ahí está todo. Supongo, acta de defunción, los papeles del seguro…

- De acuerdo.

El administrativo se puso unas gafitas redondas en la punta de la nariz para leer aquellos documentos y comprobar que estaban en regla.

- ¿Es usted la cónyuge del finado?

Sarah negó con la cabeza, dejando que un mechón de su cabello cayera por delante de su rostro.

- No, es él. – dijo, indicándole con un movimiento con la cabeza.

El tejón observó los datos de la persona que aparecía como beneficiaria. Apretó los labios y miró por encima de sus gafas al lobo de mirada perdida.

- Lo lamento, pero debe de haber un error.

- ¿Qué? – dijo Sarah, inclinándose hacia aquel tipo.

- Tratándose de otro varón, no constituye una persona válida como cónyuge.

La loba echó las orejas hacia atrás, con los dientes apretados.

- ¡¿Qué?! ¡¿Por qué?!

- Dos varones no constituyen un vínculo conyugal válido para este tipo de póliza. – Dijo el tejón, de forma monótona.

- ¡Pero ellos eran pareja! – Gritó Sarah, dando un puñetazo sobre la mesa – ¿Pero qué mierda es esto? Díselo Nathan.

El lobo apretó los ojos, no deseaba verse involucrado en todo aquello.

- Con todo respeto señorita – comenzó a decir de nuevo el administrativo, al tiempo que se ajustaba sus gafas, bastante airado – Los detalles de la vida

privada de su amigo no me interesan, que se dejara dar por culo no constituye un enlace legal.

Sarah dejó escapar un gruñido, mostrando los colmillos. Se levantó, presa de la cólera, dispuesta a saltar la mesa que los separaba y partirle la cara a aquel bastardo, cuando de pronto, alguien la sujetó por el hombro.

- ¿Hay algún problema?

La loba se giró en redondo, para encararse con un oso de pelaje blanco que la triplicaba en anchura y altura, también vestido con traje y corbata.

- Han venido por un seguro de vida, pero el cónyuge del finado es un varón. – explicó el tejón, echándose hacia atrás en su silla y alargando el cuello, para que su compañero le viera.

El oso miró a ambos con una nota de tristeza en su rostro.

- Lo siento, pero no podemos hacer nada. Si desean reclamar deberían ir directamente al ministerio.

- Pero…

- La legislación actual no contempla los matrimonios homosexuales, no podrá cobrar este seguro… y tampoco tendrá derecho a ningún tipo de subsidio por viudedad…

La voz profunda y calmada del oso consiguieron apaciguar la ira que ardía en el pecho de Sarah. Dejó caer sus hombros y bajó las orejas, abatida.

- No es justo…

- Sarah, - murmuró Nathan, tomándola de la mano – vámonos.

La loba apretó los dientes, llena de impotencia. Apretó la mano de su compañero, sintiendo como los pensamientos se agolpaban en su garganta, tratando de salir.
Suspiró, bajando la cabeza y se giró de nuevo hacia el tejón, que les miraba con rigidez desde el otro lado de su cómoda mesa.

- Es usted un hijo de la gran puta.

Escupió aquellas palabras, dejando que parte de su pelo cayera, ocultando sus ojos llenos de lágrimas.

Lágrimas de rabia.


* * *


Sarah conducía por un abarrotado centro de ciudad, aferrándose al volante de forma rígida, todavía dolida, con las palabras de aquel malnacido en su memoria.

Nathan seguía como siempre, como si aquella expresión congelada en su rostro fuera un síntoma del frío que sentía en su interior. Estaba recostado contra la ventana del copiloto, apoyada su sien contra la palma de su mano, junto a la ventanilla. Observando el resto de coches.

Abrió lentamente su hocico, eligiendo las palabras.

- Nosotros estábamos saliendo del supermercado, discutíamos…

La loba alzó sus orejas, sorprendida por el comentario. Nathan no había querido hablar sobre ello hasta ahora.

- Yo llevaba las bolsas… y de camino al aparcamiento… un tipo nos atracó.

Se hizo el silencio, Sarah le dedicó una mirada rápida, antes de volver su vista a la carretera. La voz de Nathan apenas sí se elevaba por encima del ronroneo del motor, teñida por las lágrimas.

- Estaba borracho… o había tomado algo… o… o no sé. Le quitó la cartera a Fer, pero tropezó hacia atrás y le disparó.

Se mordió el labio inferior, sintiendo como todas aquellas imágenes volvían a su mente.

- Le acertó dos disparos en el pecho y salió corriendo. Yo me quedé con él… La ambulancia no llegaba…

Bajó la cabeza, incapaz de continuar con su relato. Aunque Sarah ya conocía aquella versión de parte de los doctores, que la llamaron, al ver que era su número el que aparecía como segundo en la lista de contactos, por debajo del de su pareja.

Tras el atraco, Fer había recibido dos disparos, uno en el pecho, que perforó el pulmón derecho, y otro en el abdomen. Nathan lo sostuvo entre sus brazos, sin dejar de hablarle, hasta que finalmente el león expiró, a causa de la hemorragia pulmonar y de la gran pérdida de sangre.

La ambulancia llegó al menos diez minutos después, encontrando a ambos en la misma posición. Cuando Sarah se reencontró con el lobo, totalmente sedado, el doctor que estaba a cargo le contó que habían hecho falta tres enfermeros para separarle del cadáver de Fer.

Detuvo el coche en la esquina de su casa. Le dedicó una mirada pensativa al lobo. No alcanzaba a imaginarse la rabia, la impotencia, la amargura de Nathan, más allá de aquella expresión apagada y fría. Pero aunque quisiera, no podía ayudarle, no sabía cómo hacerlo.

Le observó, pálido, inexpresivo, vacío. Tan cerca, y tan remotamente lejos.


Luces de la calle I

Sexto día, Fer se me ha muerto: 


Sarah tomó aliento y giró el picaporte. Entró en la casa y caminó hasta el salón de la misma.

Tragó saliva. Nathan seguía ahí, estaba sentado en uno de los sofás junto a los grandes ventanales, contemplando las luces de la calle.

Tenía una manta sobre las piernas, vestía una camisa en un tono azul frío. El pelaje del lobo, que rondaba los treinta años, lucía un tono gris sin brillo. Sus orejas estaban erguidas de forma neutral. Su cola descansaba a un lado.

“Al menos parece tranquilo” Pensó Sarah para sí misma.

La loba se sentó ocupando otro de los sillones. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre sus rodillas y preguntó, con la delicadeza con la que sólo una íntima amiga puede preguntar.

- ¿Cómo estás?

La luz de una tarde nubosa incidía sobre el lado derecho del lobo, otorgándole un brillo pálido. Sus ojos estaban vacíos, tan inexpresivos y privados de alegría que Sarah al verlos sintió miedo.

Aunque lo que quería sentir era lástima.

Nathan abrió el hocico lentamente.

- Vivo.

- ¿Y cómo te sientes?

Arrugó levemente la nariz, no se esperaba esa pregunta.

- No… no lo sé.

Sarah le tomó la mano con ternura.

- ¿Y sabes qué día es hoy?

- ¿M… Martes? ¿Miércoles? ¿Cuántos días han pasado?

La loba le dedicó una sonrisa amable.

- Han pasado seis días. ¿Tomaste la medicación?

Nathan se pasó las manos por la cara para despejarse.

- No… me hacían sentir espeso… - fijó su mirada de nuevo en la ventana, en los transeúntes – es sábado. ¿No trabajas?

- Más tarde, quería venir a verte, para ver cómo estás.

- Bueno… pues estoy bien.

“Y una mierda” Tuvo que morderse el labio inferior para no decirlo.

- ¿Quieres tomar algo? ¿Un café?

- De acuerdo. ¿Quieres que te ayude en algo?

- No es necesario.

Nathan se levantó, dejando la manta doblada sobre el brazo del sofá y se marchó hacia la cocina. Pasados unos veinte minutos, volvió cargando una bandeja para el café, que depositó en la mesilla de cristal que tenían en frente.

Una cafetera, leche, pastas dulces, un recipiente para el azúcar, y tres tazas.

Sarah se sirvió una taza de café y se recostó en el sofá, dejando paso al lobo. Este alargó la mano para tomar su taza. Se mordió el labio inferior al ver las dos tazas. Una para Sarah, otra para él y otra para…
Para Fer.

Por fuerza de la costumbre había sacado una taza también para él, pero ahora ya no estaba, había muerto y por consiguiente, jamás volvería.

Tragó saliva y apretó los dientes, haciendo un importante esfuerzo por no llorar. No quería preocupar a Sarah, aunque ésta podía leerle como a un libro abierto.

Tomó una taza y se sirvió un café solo.

- Entonces… ¿El lunes vendrás conmigo a… eso?

- Sí, por supuesto, pasaré a recogerte a primera hora de la mañana.

- Gracias… eres una buena amiga.

Sarah le dio otro sorbo a su café, tratando de estructurar lo que quería decir.

- ¿Quieres hablar sobre eso?

Nathan dejó su taza vacía sobre la mesilla de cristal y le dedicó una tímida sonrisa a su visita.

- No… gracias.

Ambos guardaron silencio por un momento. Sarah bajó su mirada hacia su café.

- Estoy solo, eso sí. Pero por lo demás estoy bien… Hay que seguir viviendo, hay otros peces en el mar, la vida sigue, esas cosas.

La loba se encogió de hombros, sin saber qué decir.

Continuaron la conversación sobre nada en concreto durante al menos media hora, hasta que Sarah tuvo que marcharse.

Reunido de nuevo con su soledad, tomó la bandeja del café y fregó las tazas, las tres.

Sacó los ingredientes y puso a calentar agua en una olla para hacer la cena. Luego guardó la mitad de los ingredientes y quitó la olla del fuego, la vació, tomó otra más pequeña y la puso de nuevo a calentar.

Preparó la cena y se sentó frente a la mesa de la cocina. Descubrió entonces que nunca había tenido hambre, tomó la mitad de su cena y tiró el resto a la basura.

Estaba cansado de todo, no tenía ganas de hacer nada. Se quitó la ropa y se metió en la enorme cama de matrimonio, a pesar de que todavía no eran siquiera las ocho de la noche.

Se acurrucó en la cama y apretó los ojos, sintiendo como las sábanas lo envolvían. Estaba cansado de fingir normalidad, de fingir que todo iba bien.

No, las cosas no iban bien, todo estaba mal. Habían matado a Fer, a su querido león, se lo habían arrebatado todo.

Se giró hacia la mitad vacía de aquella cama y abrazó con fuerza la almohada. Dejó que las lágrimas brotaran finalmente. Lloró, lloró lleno de angustia, lleno de rabia. Un llanto amargo, largo y sonoro. Hundió su cabeza contra la almohada y gritó hasta quedarse ronco, hasta quedarse sin fuerzas.


* * *


Se encontraba de pié en su casa, era de día, la luz entraba clara y diáfana por los grandes ventanales.

Una voz familiar le llamó desde la puerta. Sintió como le daba un vuelco el corazón.

Algo más de dos metros, pelaje blanco, una larga cola afelpada, torso fuerte y una cálida y acogedora sonrisa.

Fer vestía una chaqueta negra y una camisa blanca a juego con su pelaje. Traía una bolsa de plástico con varias cosas que acababa de comprar.

Nathan saltó a sus brazos, con los ojos llenos de lágrimas, el peso del lobo le desequilibró y le hizo caer hacia atrás sobre el suelo enmoquetado. Rompió a llorar sobre su pecho, presa de la mezcla de emociones que se agolpaban por salir en su garganta.


- Cariño… no me abraces tan fuerte... me…

- Ha sido horrible, te he echado tanto de menos…

El imponente león le dedicó una mirada amorosa y le rodeó entre sus brazos. Nathan apoyó la cabeza sobre su pecho, sintiendo esas enormes manos que descansaban sobre su espalda.

- Me he sentido tan solo…

- Shh… No te preocupes, ya ha pasado todo, estás aquí conmigo.

Suspiró, sintiendo su calor y el dulce olor de su pelaje. Le había echado tanto en falta, pero ahora había vuelto.

Cerró los ojos y respiró, aliviado, por una vez en seis días, se sentía querido, ya no se sentía solo. Por primera vez en seis días sintió aquel calor que tanto había añorado.

Se sintió de nuevo en casa.

La fría luz de la mañana del día siguiente lo despertó de repente, arrancándole lo único que le quedaba de Fer, aquel fortuito mundo onírico en el que no había ocurrido nada.

Se quedó boca arriba, inmóvil, el techo de su habitación acogió su mirada vacía mientras el reloj de la mesilla de noche marcaba las nueve y media del séptimo día.

3 oct 2014

Juan trató de volar.

Esta mañana Juan trató de volar.

Subió a la ventana de su octavo piso y se lanzó al vacío. ¿Por qué?  Porque a Juan no le quedaba ya nada por intentar a estas alturas.

¿De quién fue la culpa? Explicaciones múltiples. Para los políticos la culpa fue de la medicación, de su exceso o de su defecto. Para los psiquiatras se debe a un episodio psicótico, así, tan asépticamente. Hubo un psicólogo que tenía una teoría interesante que decir, pero cuando descubrió que nadie le pagaría por abrir la boca, bajó la mirada de nuevo al periódico.

Juan voló. Voló un total de treinta metros en vertical y tres en línea recta. Aterrizó grácilmente sobre un Opel Corsa. ¿Suena negro? Lo realmente negro es que el propietario del coche está más jodido por que el seguro no cubre accidentes por vuelo sin motor que por el mismo Juan. El hecho de que entre los asientos haya esquirlas de dientes es algo que le importa menos.

Nadie se esforzará  ya en comprender por qué una persona trató de ser pájaro. Juan tenía esquizofrenia, obviamente eso lo explica todo.

¿La frase de arriba no te parece tan desagradable como aquello del Opel corsa, verdad? Puede sonar incluso coherente. Algo estaba mal dentro de Juan.

Porque cuando hay una voz que eres tú diciéndote a ti mismo con una voz que no es la tuya a cada rato que tu voz no es la tuya sino la suya, está claro que hay algo mal dentro de ti. No trates de comprenderlo, la única persona que podía explicarlo con relativa claridad ahora es un mejunje con un treinta por ciento de asfalto.

Porque cuando miras a los ojos a la persona a la que amas y esa persona no te mira con amor, sino con miedo, está claro que hay algo mal dentro de ti.

Por que cuando una persona pasa seis meses a base de antidepresivos, hay dos cosas mal dentro de esa persona.

Porque cuando Juan deja de tomar los antidepresivos que “deberían haber funcionado” y comienza a tomar una medicación para la esquizofrenia, seis meses después, es porque hay muchas cosas que están mal dentro del psiquiatra.

Juan trató de volar sin tener en cuenta que se llamaba Juan García. No Juan Salvador Gaviota.
Porque Juan podría ser muchas cosas, mal cocinero, introvertido – que no era para menos – muy poco aerodinámico y demasiado brusco en los aterrizajes, pero Juan no era imbécil.

¿Cómo aspira alguien a no ser introvertido cuando entre sus dos sienes hay una conversación bastante más interesante – en el mal sentido - que la que le ofrece el completo cretino que tiene sentado enfrente? ¿Cómo aspira alguien a ser buen cocinero si su madre al verlo entrar en la cocina escondía los objetos afilados?

Porque Remedios García había visto muchas muchas películas y únicamente trataba de evitar que su hijo les asesinase a todos.

Porque Juan en los últimos meses de su vida dejó de escuchar aquellas voces, el nuevo psiquiatra que lo atendió no tenía tantas cosas mal dentro de sí. Pero ya era tarde. ¿Tarde por lo avanzado de su trastorno? Que va.

Tarde porque Juan ya no era Juan, ya se había convertido para el resto del mundo que le conocía en algo como Eskizo-man. Obviamente este superhéroe no surcaba los cielos combatiendo el crimen.

Ahora mismo varios agentes del orden público limpian la escena del incidente mientras una psicóloga interviene a una mujer que lo ha visto todo. A  la mujer que lo vio todo, no al tipo que trató de volar.

Porque cuando todos nosotros tenemos algo mal en nuestro interior lo suficientemente retorcido como para considerar que alguien enfermo es malvado, somos nosotros los que empujamos a esa persona.  


Somos nosotros y sólo nosotros, los que le quitamos las alas a Juan y le lanzamos para que volase. Sin duda, hay algo mal adentro nuestro.