Como cada día, Gregorio salió a la calle y se dispuso a dar
su paseo matinal. La calle estaba húmeda, el viento del norte arrastraba
pequeñas gotitas de humedad que se quedaban adheridas a su piel, sobre las
lunas de los coches aparcados. Mojando los papeles sucios, que quedaban
adheridos a la acera.
Era un día raro pero a Gregorio no le importaba. Sus
marcados pectorales relucían con la humedad de aquella fría mañana. Comenzó a
caminar por la calle, rumbo a Blasco Ibáñez.
Hace ya tres años que Gregorio se dedicó a meditar sobre el
sentido de la vida, sobre el sentido de la sociedad y sobre el sentido de la
existencia humana. Aquella experiencia
de pensar por más de quince minutos en algo tan trascendental lo dejó tan trastornado que llegó a la conclusión de que la sociedad, el hombre, la vida y los objetos
materiales no tenían “puto sentido”, como solía conjeturar.
De modo que decidió desprenderse de casi todas sus
posesiones materiales. Exceptuando su casa, sus muebles, su ordenador, su
coche, su residencia en la sierra y sus acciones en una famosa empresa de
telefonía. Desde aquel día acostumbraba
a pasearse exento de pretensiones materiales. Al principio optó por hacerlo
completamente desnudo en un acto de desprecio al cinismo de toda aquella gente
que vestía elegantes pantalones. Pero tras un par de semanas aceptó que su
cinismo hacia la gente con pantalones no era tan fuerte como su pasión por el
atletismo. De modo que comenzó a pasear
cada mañana completamente desnudo, a excepción de unas carísimas y bien
cuidadas zapatillas deportivas, en tono blanco y naranja eléctrico que a su
juicio, combinaban a la perfección con su atlético y fibrado cuerpo desnudo y
también con su afán reivindicador.
Esta determinación le había comportado algunos problemas con
la justicia, vecinas escandalizadas, charlas insulsas con agentes del orden
público y el ser vetado de la biblioteca municipal, pero realmente no le
importaba. Mientras pudiera mantener su espartana vida de monje sin posesiones y caminar cada mañana.
Mientras caminaba por la amplia avenida se sintió
profundamente atraído por la forma de un pasaje que se abría en una de las
fachadas. Decididió cruzarlo. No
recordaba haber reparado jamás en aquel lugar, pero la llama de la curiosidad
latía frenéticamente en su pecho.
Fue allí donde conoció a don Tomás.
Don Tomás estaba saliendo de una de las porterías cuando
ambos se miraron, profundamente extrañados.
El hombre, que debería rondar los 75 años, tenía un porte alto y
delgado. Un bigote blanco y bien cuidado adornaba su cara, que al igual que sus
manos, estaban manchadas de pintura de varios colores. Don Tomás había sido pintor de profesión y
bohemio de vocación durante toda su vida, aunque los que le conocían afirmaban
que en su vida había vendido ningún cuadro, por lo que se encontraban ante un
hombre que, incapaz de ganarse la vida, la había perdido a las cartas.
Don Tomás siempre llevó el arte en su corazón y arena en los
bolsillos. Su gusto por la moda era
exquisito. Tanto era así que siempre llevaba puesta su lujosa chaqueta de
traje color mostaza. Aunque aquella chaqueta estaba valorada en más de tres mil euros, él había decidido dotarla de un punto de personalidad, por lo que las
mangas estaban cubiertas con grandes manchones de una pintura fosforescente, de
un tono verde nuclear. La camisa que se
veía a través de la chaqueta abierta era de una tela fina, teñida con franjas
verticales con toda clase de colores extravagantes y chillones. Los pantalones
que llevaba puestos en ese momento eran de pijama, de una tela afelpada y a
rallas grises y blancas. Un pequeño agujero a la altura de la rodilla derecha y
una gran mancha alargada de pintura roja a la altura de la rodilla
izquierda.
Por calzado usaba unas sandalias de playa tan gastadas que
la suela se había desprendido en algunas zonas. Revelando unos pies sucios,
cubiertos por unos gruesos calcetines de lana que hace tiempo acostumbraban a
ser blancos, pero ahora tenían un color indefinible, que oscilaba entre el
verde oliva y el marrón canela.
Como pináculo de la elegancia a nivel europeo, don Tomás
llevaba puesto siempre una exquisita fédora de color crema con una cinta
negra. Regalo de algún antiguo emperador o tal vez de un panadero. Pero tal era la angustia que don Tomás sentía
ante la idea de que aquel exquisito sombrero se manchase de pintura que lo había tapizado entero, empleando para ello
una de esas sábanas de color metalizado o dorado que los agentes de tráfico
empleaban para cubrir los cadáveres de los accidentes.
Nadie sabe cómo la obtuvo, pero él mismo afirma que los
doctores se la pusieron por encima, un día en el que un rufián casi lo mata de
un susto. De modo que su fédora adquiría el aspecto de extraño sombrero
marciano arrugado y repiqueteaba con un sonido de papel metálico con cada
movimiento que hacía.
Una sonrisa franca se formó en los labios de Don Tomás.
-
Valla, me encanta su vestimenta caballero.
-
Yo también encuentro la suya sumamente
encantadora.
-
¿Puedo conocer su nombre?
-
¡Oh... por supuesto que puede! – exclamó don Tomás
con una amplia sonrisa.
Gregorio correspondió a su vez con una sonrisa.
-
La verdad es que ahora que sé que puedo conocer
su nombre me siento mucho mas tranquilo. – comentó Gregorio. - ¿Y por qué viste
usted de esa manera tan singular?
-
Porque soy un artista.
-
¿Los artistas pueden vestir de forma singular?
-
Los artistas se deben al arte y a la belleza,
pueden hacer lo que les plazca, porque algunos de ellos son bohemios.
-
Ahá… entiendo. ¿Y usted es bohemio?
Don Tomás se rascó la cabeza, provocando que el papel
plateado de su sombrero chasqueara con el movimiento.
-
No, yo no, no tengo dinero, y dígame usted –
dijo el anciano, afilando la mirada. - ¿Por qué ese afán por preguntar tanto?
-
Porque siento curiosidad.
-
¿Curiosidad sobre qué?
-
Sobre usted, hombre, sobre usted.
-
¿Y eso por qué?
-
No lo sé, me recuerda usted a mi propio padre.
Don Tomás torció la mandíbula en una sonrisa irónica.
-
¿Le recuerdo a su propio padre? que curioso.
-
Si, aunque nunca le conocí. – confesó Gregorio,
encogiéndose de hombros.
-
¿Y como se explica eso?
-
A la edad de 18 años le estrangulé mientras
dormía, con mis propias manos, por eso no pude conocerle.
-
Eso lo explica todo, una persona invierte muchos
años en conocer a otra, usted no tuvo oportunidad.
-
Fue realmente triste…
-
En realidad, yo pienso que usted no es más que
otra víctima del sistema.
Ambos hombres se miraron con una sonrisa cómplice, sintiendo
como extrañamente llegaban a comprenderse el uno al otro.
-
¿Sabe qué? Es usted una persona muy rara. –
sentenció Gregorio.
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