Notó como la brillante luz de la lámpara quirúrgica lo cegaba, intentó mover la cabeza, pero la
mano enguantada de uno de sus carniceros
le frenó.
De nuevo sobre la mesa de operaciones. Podía ver, con la
mirada borrosa, como su brazo izquierdo estaba abierto a lo largo en diferentes sentidos, y un
batallón de cirujanos trabajaban monitorizando sus constantes y sus parámetros
vitales en una intervención que no alcanzaba a comprender.
Las correas de su camilla tiraron de él en el momento que
tensó los músculos. Sintió el agudo silbido de una sierra quirúrgica. El dolor
lo invadió de nuevo y su visión se tornó en un matiz carmesí. Dejó escapar un
gruñido a través del bozal de cuero remachado que cubría su espeluznante
hocico.
Miró hacia adelante apartando su mente enferma a causa de
tantos tormentos. Y centró sus ojos ambarinos en la figura causante de aquel
infierno. Tras un mamparo de cristal,
que cubría en semicírculo el
quirófano. Un hombre con traje negro,
corbata roja, y una chaqueta cogida sobre su mano derecha sobre su hombro.
Su mirada atravesó a aquel hombre viejo, enjuto, demacrado, aunque prodigiosamente
alto. Varios mechones blancos eran lo
único que quedaba en su cabeza pelada, unas marcadas arrugas delataban su
venerable edad. Unos ojos hundidos en sus profundas cuencas, con expresión de
haber visto demasiadas cosas.
Sintió correr la adrenalina por su pecho. Quería clavar sus
colmillos y extinguir a ese miserable anciano. Forcejeó sin éxito, y uno de
los matasanos le inyectó un sedante
directamente en la carótida. Su visión
comenzó a llenarse de una neblina blanca y espesa. Sin embargo, aquel compuesto no aliviaba el
dolor que sentía. Más bien lo acrecentaba.
El anciano Devian Carter. Propietario de los laboratorios
que trabajaban frenéticamente en ese “capricho” científico. Apoyó su huesuda
mano sobre el cristal, y le sostuvo la mirada al espécimen, desafiante.
A falta de un nombre, lo llamaron “Adán”, probablemente el proyecto más ambicioso de la
historia de la humanidad. Hubiera sido un hito de por sí. Pero su propietario
era humano, y como la mayoría de los humanos, ansiaba mucho más de lo que ya
había conseguido. Tenía ante sí a su
creación. El primer ser vivo totalmente nuevo. Desde cero.
Adán era de por sí una criatura horriblemente
inteligente. Mucho más alta que una
persona normal, provisto de garras, una musculatura perfecta, unos sentidos que
desafiaban los parámetros máximos fijados por aquellos que habían dedicado toda
su vida a estudiarlo en secreto.
Devian lo había
descrito en su diario como un híbrido perfecto entre lobo y hombre, que le sacaba casi medio metro en altura. Pelaje
de un tono pardo oscuro, y unos ojos amarillos provistos de una suerte de
inteligencia maligna.
A pesar de todas las tardes que Devian Carter había pasado
junto a su “vástago” no había obtenido ni una sola palabra de él. Por los caracteres arañados en las paredes de
su celda sabían que era perfectamente capaz de entender su mismo idioma. Pero
sin embargo, Adán se limitaba a mirar a los ojos fijamente a su creador.
Rumiando un amargo odio hacia él. Ni siquiera
cuando, tras un arrebato de rabia del anciano, fue forzado a hacerlo
mediante corriente eléctrica de alto voltaje.
Pero aunque su hijo no quisiera darle ninguna muestra de
afecto a su padre, este estaba empeñado en hacer de Adán algo mucho más elevado
de lo que ya era.
Por su parte, La criatura lobo era perfectamente consciente
de todo lo que tenía alrededor, y era conocedor de cosas que sus cuidadores ni
siquiera sospechaban.
En su soledad había tenido mucho tiempo para pensar. Para
reflexionar sobre la condición de sus captores. Tenía una idea muy clara de que
eran los humanos, era consciente de su ambición, y de su irracionalidad, y con el tiempo había aprendido a proferirles
un profundo y amargo rencor.
Lo que más odio le provocaba de la naturaleza humana era esa
capacidad innata e irrevocable de provocar dolor. Tanto a ellos mismos como a
todo lo ajeno. Se sentía aterrado y
furioso ante aquella frialdad aséptica con la que era tratado.
Los dos cirujanos
estaban terminando de coser la herida abierta en el brazo de aquel ser. Cuando
un tercero le hizo un gesto al anciano. Este asintió. Adán dejó escapar otro gruñido, que
estremeció a sus verdugos. Al notar como de nuevo una gruesa jeringa le
atravesaba el pelaje y le inoculaba un nuevo veneno en su interior.
Sentía como le hervía la sangre y no podía pensar. Todo su
cuerpo estaba tenso y su mirada fija en aquel anciano miserable, padre exento
de compasión. Que le miraba con un rictus de seriedad mientras el sufría. No
sabía que contenía aquel suero de color borgoña. Tan sólo sabía que su
inoculación le producía un intenso dolor, que lo dejaba al extremo de la
demencia, y que a Devian Carter le gustaba estar presente en primera fila cada
vez que lo hacían.
Un rugido aterrador llenó la sala, arañó el pulido aluminio
de la mesa dejando unos profundos surcos. Hasta que una de las garras se le
rompió por la fuerza de sus brazos, haciéndole sangrar. Notaba como miles de agujas incandescentes le
atravesaban el torso y las sienes. En su mente tan sólo quedaba la idea de
soltarse y librarse del dolor. Hubiera sido capaz de desgarrarse él mismo la
piel, su pelaje se erizaba presa de un escozor que le agotaba. Llevaba tanto
tiempo en tensión que el cuello le dolía, suplicando un momento de respiro.
Sabía lo que venía después. Y le aterraba. Pues aquel dolor
continuaría por varias horas. Hasta que su cuerpo metabolizara la toxina. Solo
que esas horas pasarían en la soledad de una celda, donde sus aullidos no
molestaran a los humanos.
Pero aquel día no acabó así.
Una de las gruesas correas de cuero que sujetaban sus muñecas cedió de
pronto. Y el lobo, consciente de su estado, desgarró el bocal que cubría sus
fauces de un tirón.
Devian Carter vio con creciente angustia como aquel ser
salvaje y cegado por el dolor le asestaba un zarpazo a uno de los cirujanos que
se acercaba para intentar contenerlo. El
pobre hombre calló de espaldas, contra el cristal, con cuatro profundos cortes
sobre la tráquea. Llevándose en vano ambas manos al cuello. El anciano estaba acostumbrado a ver sangre,
pero jamás se borraría de su memoria la imagen de aquella carnicería.
Adán se puso en pie y acorraló a otro de los médicos en una
esquina del quirófano. El siguiente ataque
seccionó la yugular y la carótida derechas, liberando un reguero de
sangre que manchó su pelaje y enviando al que en aquel momento ya era un cadáver
contra la mesa donde reposaba el material ensangrentado de su operación. Los ojos amarillos de la bestia se volvieron
contra su creador, que quedó petrificado ante la visión de su creación, con el
hocico y el torso salpicados de sangre.
Devian echó a correr en el momento en el que el lobo asestó
el primer golpe al mamparo de cristal.
Sus piernas se quejaban ante el esfuerzo para el que no estaban
preparadas, notaba el corazón palpitarle en las sienes.
Adán golpeó con el hombro y parte del brazo derribando el cristal. Estaba lleno de rabia y de miedo. Le dolía absolutamente todo, desde las orejas
hasta la cola. Y un profundo olor a sangre y a vísceras le ofuscaba la mente,
saturando su olfato y adhiriéndose a su
garganta.
En dos zancadas alcanzó a su padre, agarrándolo por el
cuello y sosteniéndolo en alto contra una de las paredes de hormigón. Devian vio con una mueca de dolor, el rostro
jadeante de su creación, su pecho moviéndose de forma espasmódica con cada
respiración. Y una mueca de dolor en sus rasgos lupinos.
-
¿Por qué? – gruñó la criatura entre dientes,
jadeando por el esfuerzo.
La mente de Devian no estaba preparada todavía para que su
creación le hablara mirándole a los ojos, simplemente, no podía integrar que
tras veinte años, ahora le estuviera hablando. La voz de su hijo era grave y
profunda, como salida del fondo de la caverna que era su garganta. Dos grandes
colmillos remataban su aspecto terrorífico.
-
¿Por qué me hiciste esto, padre? - repitió
Adán en un gruñido gutural
-
Tu… tu debías de ser perfecto… - alcanzó a
murmurar el anciano.
El lobo lo dejó caer, dejándolo sentado con la espalda
contra la pared. Sabía que no tenia escapatoria. La luz parpadeante de uno de los tubos
fluorescentes iluminaba su silueta desde
arriba dándole un aspecto de engendro de pesadilla.
Tenía el brazo izquierdo goteando su propia sangre.
Colgando, aparentemente sin vida. Y el lado derecho estaba cubierto de sangre
oscura. Varios tubos y sondas colgaban
todavía por su cuerpo, un gotero en su
brazo derecho. Un acceso en el pectoral izquierdo, del que colgaba un cable de
goma transparente. Y en su nuca, una decena de pequeños cables conectados
directamente a su torrente sanguíneo colgaban a su espalda. Clavándose en su
carne cada vez que hacía un movimiento.
-
Si me odiaste desde el momento en el que me
viste. ¿Porque me dejaste con vida?
-
Yo jamás te he odiado…
La criatura se inclinó sobre su padre, apoyando la zarpa derecha sobre el suelo, y mirando a
su creador a la misma altura.
-
¿Entonces, porque disfrutas viéndome sufrir?
¿Por qué tantos tormentos? ¿Por qué este cautiverio? ¿Por qué?
-
Quería hacer de ti un ser perfecto…. – murmuró
el anciano entre dientes.
-
Eso ya lo has dicho antes! Quiero respuestas! Maldita
sea! – bramó el lobo a escasos centímetros del rostro de su padre.
A medida que hablaba, Devian acercó una de sus manos temblorosas al hocico de su
creación, y lo acaricio con ternura,
limpiando la sangre de su pelaje.
-
El dolor te hizo fuerte… si te hubiera dado
todas las comodidades, y te hubiera cuidado y preservado de todo, ahora no
serias lo que eres… serias algo inferior.
-
¿Acaso tenias tú la certeza de que yo quería ser
perfecto? ¿Acaso no pensaste en que yo sería más feliz siendo algo
inferior? - Rugió Adán con rabia.
El lobo fijó su mirada en su creador. Al tiempo que una
lágrima de rabia calló por su mejilla. Tenía delante suyo al responsable de
todas las desgracias que le habían pasado durante su corta vida. Podía
extinguir su miserable vida con cerrar una de sus garras, pero aun así, había
querido conocer sus motivos. El lobo hubiera preferido mil veces que a su padre
lo hubiera impulsado la simple crueldad, como había pensado hasta ese momento.
Apretó sus grandes ojos amarillos, presa de un torrente de
ideas y sensaciones. Aquella era la primera vez que alguien le demostraba algo
de afecto, la primera vez que notaba el placentero contacto de una mano ajena
sobre su pelaje. La primera vez que extinguía la vida de alguien. Y la primera
vez en su vida en considerarse libre de tomar decisiones.
Cada uno de aquellos cambios en su vida merecía una larga y
profunda meditación al respecto, pero no tenía tiempo, debía decidir, las
sensaciones se agolpaban en su pecho. Miraba la cara entristecida y aterrada de
su padre. Y no ni era capaz de concebirlo como un igual, ni era capaz de
abrazarlo.
-
Malograste mi existencia… ¿como un medio para
conseguir un fin?
-
No… no totalmente…. Teníamos previsto, cuando
fueras perfecto, darte la libertad para que fueras feliz...
-
Yo no puedo ser feliz, padre – gruñó la criatura
clavando sus ojos en los del anciano.
-
Si que puedes… yo te enseñare a ser feliz…
seremos felices los dos…
Una lágrima calló por la mejilla del anciano, mientras
acariciaba la cara de su creación, Adán
cerró los ojos disfrutando de aquella caricia como de un regalo que había anhelado
durante años. Apoyó el hocico sobre el hombro de su padre y cerró los ojos.
-
Tuviste la fuerza para liberarte y abrirte paso
hasta mí, estás preparado para enfrentarte al mundo.
-
¿Y porque debo enfrentarme al mundo? – murmuró entre
dientes al tiempo que cerraba los ojos.
-
Porque fuiste creado para hacerlo, saldremos al
mundo, y veras de primera mano la libertad, y alcanzaras la perfección…
-
¿Y luego de ser perfecto… que?
-
Luego de ser perfecto, serás feliz, y
disfrutaras de una larga vida de felicidad…
La impresionante bestia se separó un poco de su padre para
mirarle a los ojos, y apoyó su garra sobre el pecho del anciano.
-
Tal vez yo sea perfecto, pero tu no lo eres. –
sentenció entre dientes con rabia.
El rostro de Devian palideció al ver el brillo malicioso en
los ojos de Adán.
-
No me creaste más que para sufrir y ser fuerte,
no necesito el valor de la compasión. Y tampoco necesito tus promesas. Si tengo
que ser feliz, lo seré por mi mano.
De un rápido movimiento, Adán seccionó el cuello de su
padre, dejando que se desplomase en el pasillo, al tiempo que se ponía en pie y
se marchaba en silencio.